La cárcel: un tema de nunca acabar

Lo ocurrido en la cárcel de Chillán en los últimos 15 días -primero un gendarme herido al contener una riña entre reos, y una semana después un interno apuñalado 15 veces, en plena ceremonia religiosa- no son casos aislados, ni un excepcional y trágico desvío. Es, lamentablemente, el reflejo más crudo y persistente del fracaso de una política penitenciaria.
El penal, construido en 1943 para una población de 340 personas, hoy alberga a más del doble. Es un espacio que ha envejecido mal, sin modernización estructural significativa desde hace décadas, y que opera bajo condiciones de sobrepoblación y precariedad que ya no resisten análisis técnico ni ético. Su ubicación, en pleno centro de la capital regional, potencia la inseguridad. Desde las veredas colindantes se lanzan drogas, teléfonos y armas, y carece de escáner corporal e inhibidores de señal.
El problema, sin embargo, no se limita al deterioro físico del recinto y al atraso tecnológico en dispositivos de seguridad. Es estructural. El hacinamiento, la falta de personal, la precariedad de servicios, y ahora la irrupción de bandas organizadas, muchas con conexiones externas, han convertido al penal en una escuela del delito y en un terreno fértil para la violencia. A esto se suma la llegada de internos extranjeros que, como han advertido los funcionarios de Gendarmería, han traído consigo nuevas lógicas de operación criminal, complejizando aún más el panorama.
Durante 15 años se ha anunciado la construcción de un nuevo penal regional. Han pasado intendentes, delegados, gobernadores, ministros y presidentes. Han pasado también las movilizaciones de alcaldes y vecinos (as) que se niegan a albergar una cárcel en sus comunas. Y mientras tanto, el penal sigue ahí: al límite, sin condiciones, sin respuestas.
En este panorama desolador, se agradecen avances como la reciente apertura de un centro de tratamiento para adicciones. Pero su capacidad -20 personas- es simbólica frente a una realidad donde el consumo problemático de drogas es mucho más extendido.
Como lo ha planteado con claridad el suboficial Cristian Montecinos, de la Anfup Ñuble, todo esto se advirtió. Se sabía que el hacinamiento, el tráfico y las rencillas colectivas entre bandas escalarían. También se sabe que pueden ocurrir muertes. Lo que falta no es información ni diagnóstico. Falta voluntad. Falta prioridad política.
Chile, como país, arrastra una deuda histórica con su sistema penitenciario. Una deuda que no se resuelve solo con cárceles nuevas, sino con una mirada integral, donde el castigo coexista con la rehabilitación, y donde los gendarmes no sean soldados olvidados del Estado, sino agentes clave de una política de seguridad y reinserción.
La prisión debe ser un espacio donde se cumpla una sanción justa, sí, pero también una oportunidad de transformación. Hoy, en Chillán, no es ni lo uno ni lo otro. Es un espacio que aísla sin cuidar, que encierra sin reparar.