Reflexión personal y colectiva

Más allá de si se asume la Semana Santa como un momento para la religiosidad, una evocación del sacrificio de Cristo y los ritos que van desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Resurrección; o si se asocia esta efeméride con un tiempo para descansar, se trata de un paréntesis, un puñado de días que pueden servir al propósito de aclarar lo que se está viviendo en nuestra sociedad y pensar en cómo mejorar.
El momento que nos toca, sin duda, no es el mejor. La evolución que ha mostrado la sociedad occidental durante el último siglo, heredera de la tradición cristiana, se ha caracterizado por un marcado individualismo y por un fenómeno de consumo y ascenso social basado en el dinero que ha generado una mercantilización de las relaciones entre las personas.
En dicho escenario, cada vez son menos los espacios para la espiritualidad y el ejercicio de la fe.
Ciertamente, la Iglesia Católica ha contribuido a generar dicho escenario. Ha perdido mucho prestigio entre los fieles como la guía que durante siglos prometió ser, ya sea por el rol que jugó -o evitó jugar- en situaciones clave de la historia contemporánea, igual que por el comportamiento de muchos de sus miembros, involucrados en delitos de abusos a menores.
La respuesta de la sociedad ha sido clara: el porcentaje de católicos ha disminuido ostensiblemente, así como también el número de vocaciones sacerdotales.
Pero la fe no ha desaparecido, lo que queda demostrado en el crecimiento de otras iglesias que han acogido a muchas personas que igualmente valoran el recogimiento espiritual y la reflexión.
Por eso, más allá de caricaturas como la tradición de no comer carnes rojas en Viernes Santo o la absurda fiesta de huevos de chocolate, lo que realmente importa está ausente y se hace cada vez más necesario: reflexionar.
Cierto es que los horizontes de reflexión de cada ciudadano y ciudadana están hoy afectados por problemas que no van a desaparecer solos: la inseguridad, la vida diaria afectada por las redes sociales, la transformación de los oficios, la fragilidad de la economía, la renovación de las relaciones entre las personas y las nuevas generaciones que se han vuelto más demandantes que hace una década.
Por eso bien nos haría también reflexionar desde lo colectivo, aunque puede parecer una ingenuidad invitar a pensar en el significado de la crucifixión de Jesús a una sociedad de individuos que no están dispuestos a hacer sacrificios por el otro, que exigen derechos, pero rehúyen los deberes, que no son tolerantes y son incapaces de buscar acuerdos.
Lamentablemente, la mirada optimista del concepto de Resurrección, que también transmite la Semana Santa, parece aún más lejana cuando observamos que entre la mayoría de quienes ocupan espacios de poder y representación política -lo mismo que entre aquellos que aspiran a ocuparlos este año de elecciones presidencial y parlamentaria- la capacidad de reflexión brilla por su ausencia, cuestión que parece paradójica, pero que se observa cotidianamente, igual que la escasa voluntad de reinterpretar el concepto de acción política como acto de servicio.