Cuando en 1994, recién recuperada la democracia, se le preguntó al entonces ministro de Hacienda, Alejandro Foxley, qué hacer para elevar el crecimiento económico de Chile, la respuesta fue: “invertir, invertir e invertir”. Y con toda razón, ya que la evidencia internacional demostraba que en general aquellas economías que destinaban una parte importante de su producto interno bruto a inversión mostraban mejoras sostenidas en las tasas de crecimiento del PIB y el PIB per cápita.
Hoy en día si se hiciera la misma pregunta, la respuesta inequívoca sería “innovar, innovar, e innovar”. Esto significa que más allá de la inversión y acumulación de capital es la productividad de los factores que explica la diferencia de crecimiento de los ingresos entre países y que depende fundamentalmente del progreso tecnológico y la innovación.
Sin embargo, la evidencia no es alentadora para Chile. Los recursos destinados en nuestro país a la Investigación y Desarrollo (I+D) no superan el 0,4% del Producto Interno Bruto (PIB), y hace una década que esa proporción no cambia, mientras que el promedio de la OCDE sextuplica esta inversión. Incluso en países como Finlandia, Suecia, Israel, Japón y Estados Unidos gastan casi el 5% de su PIB en I+D.
Tal menosprecio al aporte que puede hacer la ciencia al desarrollo nacional y regional ha persistido durante sucesivas administraciones y, por lo mismo, resulta preocupante que la propuesta presupuestaria 2025 del actual Gobierno no tenga incremento, pese al anuncio presidencial que se hizo en el marco de los 70 años del CRUCH. De hecho, son las rectoras y rectores de las principales universidades estatales y públicas del país quienes han manifestado esta preocupación, más allá de que parece una buena idea la creación del Fondo de Financiamiento Estructural de Investigación, Desarrollo e Innovación Universitario (FIU). El problema es que los recursos asignados son insuficientes.
Hay bastante coincidencia de que, en Chile, el Estado debe elevar y acelerar su aporte para la ciencia, tecnología, conocimiento e innovación, y llegar al 1% antes de 2030, sentando así las bases para que el resto de sectores se sumen. Pero lo cierto es que para llegar a un 1% de gasto en I+D –de forma sostenible– debe existir un ecosistema que lo necesite, financie y regenere continuamente. Si no existe esa imbricación, la I+D difícilmente será parte fundamental de la economía del país.
En resumen, para que la inversión pública en I+D sea efectiva, requiere de una estrategia con lineamientos, objetivos y estímulos a la inversión privada en innovación en diversas formas: incentivos económicos, facilidades regulatorias, y centros sectoriales especializados en innovación, como el que buscan implementar en Ñuble el Gobierno Regional y la Universidad de Concepción en materia de agroalimentación y desarrollo de una agricultura con mayor valor agregado.
Si esto se hace correctamente, la inversión privada en investigación y desarrollo aumentará junto a la pública, y con el tiempo lo hará a un ritmo superior. Esto, a su vez, dará mayor competitividad a nuestras empresas, generando más riqueza y más y mejores puestos de trabajo en una región que justamente necesita mejorar la calidad de su mercado laboral.