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El fomento de la asociatividad entre los pequeños agricultores, de manera que puedan mejorar sus niveles de eficiencia, reduciendo sus costos y accediendo a condiciones más favorables de comercialización, ha sido uno de los ejes de trabajo de los últimos gobiernos. En ese contexto, la creación de empresas asociativas campesinas, como las cooperativas, ha sido promovido desde la institucionalidad en los últimos años, influenciado, en parte, por el éxito del llamado cooperativismo moderno.
El cooperativismo llegó a Chile a fines del siglo 19 y encuentra su origen como una respuesta al impacto de la Revolución Industrial. En Chile hay más de 1.800 cooperativas activas, abarcando diversos sectores productivos, como la agricultura, la pesca, la minería, el comercio y los servicios, las que representan cerca de un 1% del PIB, a pesar de que sus socios suman casi el 10% de la población del país. En el último año crecieron un 11%, lo que da cuenta del creciente interés por esta forma de organización económica y social con un fuerte impacto en el territorio y que se basa en la participación democrática y la autogestión de sus socios.
Y si bien las cooperativas en Chile arrastran el estigma de la mala gestión que derivó en la desaparición de muchas en décadas pasadas, el modelo es, para los pequeños, una forma de competir en condiciones favorables en mercados cada vez más competitivos, usualmente dominados por las grandes empresas, donde las opciones de acceder a canales de comercialización están limitadas por los volúmenes y lamentablemente, por prácticas anticompetitivas.
La asociatividad mejora la productividad vía economías de escala -por ejemplo, al reducir los costos de los insumos-, sin concentrar propiedad, desafiando a las empresas tradicionales. Además, la asociatividad contribuye a la diversificación sectorial y regional y genera estabilidad que fortalece la economía y la democracia.
El éxito del cooperativismo moderno en Reino Unido, España, Nueva Zelandia, Francia, Australia e Italia, entre otros países, es un argumento para apostar por este modelo en el agro de Ñuble, caracterizado por la alta atomización de la propiedad de la tierra. En Europa, el 20% de los agricultores es socio de una cooperativa. En Francia, son el 50%. En Holanda hay 3 mil cooperativas, su participación de mercado es del 70% y son responsables del 18% del PIB.
En Chile, Colun y Capel son ejemplos exitosos del modelo que ha permitido a miles de pequeños productores no sucumbir ante una industria altamente concentrada y con distorsiones de precios que hacen difícil su supervivencia.
No obstante, es necesario más que los discursos para promover modelos asociativos en el agro chileno, pues hay que enfrentar la arraigada desconfianza del hombre de campo, reacio a generar alianzas, una tarea que no será sencilla.
En ese contexto, una buena noticia es el reciente lanzamiento del programa Fortalecimiento y Creación de Cooperativas, por parte del Ministerio de Economía, con el que se espera beneficiar a 67 cooperativas en todo el país.
Por ello es que se valoran aquellas iniciativas públicas y privadas que promueven la generación de alianzas, encadenamientos productivos y emprendimientos colectivos en el agro, como se ha hecho, por ejemplo, con los viñateros en el Valle del Itata, pues este modelo es un camino para que la pequeña agricultura pueda sortear con éxito los desafíos de la industria y contribuir al desarrollo de Ñuble.