De bien social, nada
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Lo que pagan los más pobres de Chile en fármacos y otros productos medicinales es una anomalía si nos comparamos con cualquiera de los países de la OCDE, organización a la que pertenecemos hace una década. La VIII encuesta de presupuestos familiares del INE cifró en 7,6% la participación del gasto en salud en el presupuesto familiar de los hogares (Chillán y Chillán Viejo), respecto del cual el 40% corresponde a gastos en medicamentos, cifra que se eleva a medida que el análisis se centra en los grupos más vulnerables; los adultos mayores más necesitados, que se hunden aún más en la pobreza y miles no pueden mantener sus tratamientos.
El gasto en medicamentos es regresivo: un 57% del presupuesto familiar de los hogares de menores ingresos corresponde a fármacos. O sea, mientras menos se tiene, más se gasta proporcionalmente en recetas.
Por lo mismo, a nadie debe sorprender que las protestas ciudadanas instalaran con fuerza en la agenda el problema de los precios de los medicamentos, un asunto de larga data donde los intentos del Estado por regular el mercado y aumentar la competencia no han conseguido mucho.
Un estudio realizado por el Centro de Estudios de la Realidad Regional, que dirige el economista Renato Segura y publicado en la última Edición Domingo, confirma lo anterior. El análisis del comportamiento mensual del índice de precios de los medicamentos para el período comprendido entre enero de 2014 y octubre de 2018 revela un alza promedio de 32% (el doble de la inflación), una persistente e injustificada variación de 2% de aumento mensual en el valor de todos los remedios y un alza muy superior al promedio de los medicamentos para el aparato digestivo y metabólico, que bordea el 50% y que coincide con las causas más frecuentes de pacientes que egresaron del sistema hospitalario y con nuevas dolencias que presentan baja cobertura en los planes de salud.
En síntesis, se confirma todo lo contrario al discurso de que los medicamentos son “bienes sociales”. En Chile, los remedios son bienes de consumo, sus valores se rigen por el mercado y meticulosos estudios de las necesidades de los consumidores y, lo que es peor, es un mercado altamente distorsionado, donde existen prácticas abusivas que no han sido desterradas, pese a que son conocidas y ampliamente repudiadas, como ocurrió con el escándalo de la colusión de precios de las grandes cadenas farmacéuticas, hace 11 años.
Ante más de una década de mora que ha dañado a los que menos tienen y con la total certeza de la incidencia que este tema tiene en el bienestar de toda la población, no puede tolerarse más la ausencia del Estado en su rol regulador. Hay propuestas como un Observatorio Estatal de Precios o una Banda de Precios que merecen ser estudiadas con atención, lo mismo otras que pueden aparecer en el camino, siempre y cuando vayan en la única dirección posible: terminar con los abusos, la colusión de precios, la integración vertical de laboratorios y cadenas y otras desviaciones que nos muestran la falta de ética y de visión de la salud pública que hemos heredado a través de los años.