Nuestra historia es en gran parte la historia de los falsos dilemas que se han instalado en nombre de una visión estrecha y limitada de la realidad política, social y económica, donde solo existen casilleros blancos y negros.
Son nuestras antinomias, término que en el terreno de la filosofía alude a la contradicción que existe entre dos conceptos o ideas y que en el lenguaje cotidiano, en tanto, la noción de antinomia suele emplearse con referencia a un enfrentamiento que parece imposible de resolver debido a la ausencia de puntos en común o al planteamiento de propuestas discordantes.
Conviene entonces, justo ahora -en medio de los incipientes debates del segundo proceso de cambio constitucional que vive nuestro país- detenerse a revisar esas falsas opciones que hemos dejado que nos impongan o nos hemos impuesto nosotros mismos.
En Ñuble, por ejemplo, durante años se nos presentó como un tabú inmodificable la contradicción entre agricultura e industria forestal. En este caso la realidad nos ha enseñado que contraponer el desarrollo rural al desarrollo silvícola es incurrir en un anacronismo. Ambos pueden convivir. Con regulaciones, ciertamente, pero pueden y deben hacerlo.
Lo mismo ocurre con la división tajante entre el interés de los empresarios y el interés de los trabajadores, siendo que ambos deben ser vistos como aliados naturales que se necesitan el uno al otro y están llamados a protagonizar auténticos procesos de cooperación. Reducir todo a la avaricia de unos y a la pereza de otros es otra de nuestras falsas antinomias.
Otro dilema estructural, igual de falso, es aquel que visualiza al mundo rural como sinónimo de atraso y pobreza, y a las concentraciones urbanas como el equivalente al desarrollo y bienestar humano. Si alguna vez tuvo asidero, fue hace un siglo. Hoy, probablemente es todo a la inversa, las ciudades se desenvuelven entre la estridencia de los tacos y un estrés laboral galopante, mientras el mundo rural está más cerca de ofrecer mejor calidad de vida por la vía de la autogestión y el progreso sustentable de sus comunidades.
La misma distorsión se constata cuando el sector público es visto como un enemigo natural del sector privado. Es obvio -sobre todo en un territorio como el nuestro, con tantas carencias, pero también oportunidades- que los dos sectores, cada uno en su rol específico, necesitan armonizar y combinar sus esfuerzos para impulsar el desarrollo y la competitividad. Del mismo modo, es irracional contraponer el aporte de las pymes al de las grandes empresas.
A las antinomias que hemos señalado se podrían agregar otras no menos artificiosas. Por ejemplo, la que supuestamente nos obligaría a optar entre producir valor económico y desarrollo con los recursos naturales de la región, versus la aspiración de preservar el medio ambiente; o aquella que intenta establecer un opuesto entre las competencias técnicas y las habilidades políticas a la hora de gobernar.
Dejar definitivamente atrás todas estas falsas opciones y tomar conciencia de que es posible avanzar hacia un crecimiento que no implique sacrificar o postergar ningún objetivo intermedio, ni dejar en el camino a nadie, es el gran desafío que tienen por delante este segundo proceso de cambio constitucional y quienes están llamados a protagonizarlo.