11 de septiembre
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Un nuevo 11 de septiembre nos obliga no solo a recordar el golpe de Estado de 1973 como un necesario ejercicio de memoria para que las nuevas generaciones tomen conciencia de lo ocurrido, sino también a reconocer que existen dos visiones que se confrontan cuando precisamente se busca darle una perspectiva histórica a los hechos acaecidos en ese oscuro período de la vida nacional, entre 1970 y 1989.
Así ha sido desde la recuperación de la democracia. Dos memorias en disputa que solo han conducido a desencuentros, rencores y divisiones que debiéramos aprender a superar. Sin embargo, para que aquello ocurra se debe conocer toda la verdad, no para que triunfe una memoria sobre otra, sino como condición para una verdadera reconciliación, que más allá de los discursos y buenos deseos sigue siendo una deuda de nuestra democracia.
Lo primero que deberíamos reconocer es que lo que hubo en Chile entre 1970 y 1973 fue un Gobierno legítimo en su origen, pero desastroso en sus resultados, que llevó al extremo las divisiones ideológicas que marcaron la segunda mitad del siglo XX y condujo a la degradación progresiva del régimen republicano, desplazado por la retórica de la lucha de clases que legitimaba el uso de la fuerza como instrumento de poder político.
En segundo lugar, hay que tener presente que para aprender de una experiencia pasada no sirve disfrazar las verdades con eufemismos. Lo que sucedió en Chile, el 11 de septiembre de 1973, fue un golpe de Estado, no un “pronunciamiento militar”, y desde ahí y hasta 1990 fue una dictadura, no una “dictablanda” ni un simple gobierno militar.
Y precisamente porque cualquier intento de reconciliación exige asumir la verdad, también debe reconocerse que lo que hubo fue una política de eliminación y aplicación de torturas a los adversarios del régimen, ejecutada por agentes del Estado y con recursos del Estado, no meros excesos de un par de militares fanáticos.
Desde esa perspectiva, las violaciones a los derechos humanos son un hecho fundamental de nuestro pasado. Las 28 mil personas torturadas, los 2.279 ejecutados políticos y los 1.248 detenidos desaparecidos, representan una ruptura moral tan grande que obliga a una condena absoluta, tornando superflua la argumentación que siempre utiliza un sector de la derecha, y a lo que sus detractores han denominado la tesis del “empate”.
Lo mismo aplica respecto de la “adopción” (aunque en realidad fue una imposición) de un sistema económico que nos ha llevado a ser lo que somos hoy. En tal sentido, ninguno de los éxitos de ese sistema puede ser enarbolado para aminorar la importancia de las violaciones a los derechos humanos que se cometieron en dictadura. Simplemente, no hay dinero en el mundo que compense la pérdida de vidas humanas y el sufrimiento de tantos.
No se trata de plantear que los contextos no sean importantes y que no se requiera examinarlos, pero la memoria, como registro de un doloroso pasado y camino hacia la esperada reconciliación nacional, debe cultivarse de forma integral y veraz.