No nos enredemos: en su fondo es lo mismo, y lo importante es celebrarlo. Lo único que cambia es el contexto interpretativo dependiendo la cultura del celebrante. Lo que importa es abrirse y bendecir la energía -la luz solar- que se renueva en cada solsticio de invierno. Claro, uno es la celebración mapuche del Año Nuevo y la otra una estrategia criolla-católica para seguir siendo los chilenos “hombres y mujeres de la tierra”. A inicios de la Colonia, la noche del 21 astutamente se hizo coincidir con la noche del 23 para que la fiesta del we tripantu pasara “piola”.
El sol comienza a nacer tímidamente y empiezan a alargarse los días: las sombras avanzan “una pata de gallo” cada día, decían los antiguos kimche, a partir de esa noche del 21. En este nuevo período, la Tierra comenzará a limpiarse con el agua que envía la Füta Newen (“La gran Energía”) a través del Ngenko (‘el espíritu del agua’), humedad que junto al leve calorcito del sol, provocará el nuevo ciclo de preparación del suelo, preparándose la Naturaleza para otro ciclo. Esta noche se dejaba una rama de canelo dentro del muday (en el Ñuble de los campos, una ramita de ajenjo y romero dentro del vino) todos se bañaban muy al alba, justo cuando las Pléyades o “las Cabrillas” impregnaban de salud máxima a las cascadas y esteros. Fiesta para todos, puesto que toda la Tierra se beneficia del Sol, que es el padre que aporta, a través de su energía masculina (opuesta y complementaria a la Tierra femenina), para que se produzcan alimentos para todos los seres vivos, no solo a los humanos.
Por tanto, el We tripantu, el Año Nuevo mapuche, es una fiesta de agradecimiento por la vida que se renueva. Se dialoga con el Sol, y se está contento de que vuelva, y con él los humanos -y todo lo que tenga vida- sienten que vuelven a crecer. Durante este día -y hoy Ud. y todos podemos volver a hacerlo- de preferencia se comían huevos, y se renovaba el ajuar: se tiraba la ropa vieja para que se la llevara el agua y se lucía una prenda recién tejida. Para llamar lluvia y no sea un año seco, se danzaba a pie descalzo, para así, además, tomar el rocío poderoso por la planta de los pies y hacer comunicación entre el cielo y la tierra. Porque somos conectores, con ayuda del kultrun que sigue el ritmo del corazón en dos tonos, uno más lento y constante y otro más rápido, lo humano se sintoniza de nuevo con el pulso del Universo.
Nuestro We-tripantu mapuche, de a poco fue siendo complementado por otras costumbres, entre esas, la de azotar los árboles infértiles y que la mujer los defienda. Resultado, tal como yo lo viví en mi infancia, el naranjo o el peral que nunca daba ese verano se llenaba de frutos. O el verse la suerte la noche del 23 de junio, el oráculo de colocar tintas en un papel, pelar papas de tres maneras, poner los pies en un recipiente con agua y mirarse al espejo y allí ver cómo viene el año. ¿Muy “volado” o demasiado supersticiosas estas campesinas prácticas? Muy relativo, dado que este moderno mundito del auto o del celular que creemos estar viviendo, la circunstancia visible, es apenas una pequeñísima rebanada de la realidad. Solo percibimos un porcentaje de 1 en 10 billones del espectro electromagnético, por citar so lo un ejemplo. Nuestro sensorium es suficiente para movernos en nuestro ecosistema, pero no más, dado que el 99.9% de los átomos están constituidos por espacio vacío. Y el 96% del universo es invisible, está compuesto de materia y energía oscura, mayormente desconocida para la ciencia. Por eso quizás, antes, con la mente limpia del basural tecnológico, podíamos ver la Flor de la higuera blanca que esa noche recorre toda la mata, y que como Santo Grial hace digno del Cielo al que la ve.