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Voto extranjero

Por estos días, la pregunta sobre quiénes deben votar en Chile ha adquirido una dimensión nueva, cargada de tensiones que trascienden lo legislativo. A menos de cuatro meses de las elecciones presidenciales y parlamentarias, el país se enfrenta a un debate que no es nuevo, y ha vuelto al primer plano: la participación electoral de los migrantes.

Hasta hace una década, la presencia de personas extranjeras en Chile era más bien marginal en términos numéricos y sociales. Hoy, ese escenario ha cambiado radicalmente. Con casi 800 mil migrantes habilitados para sufragar, el peso electoral de este grupo adquiere relevancia real en la política nacional, y con ello crecen las controversias.

El proyecto de ley -originado en una moción parlamentaria- que establece multas por no votar para ciudadanos chilenos en comicios obligatorios, pero que mantiene la voluntariedad del voto para los extranjeros, ha reabierto el debate. El Gobierno ha insistido en que los migrantes deben participar solo en elecciones municipales, e incluso en marzo pasado intentó imponer requisitos adicionales, como residencia definitiva y certificado de antecedentes penales, propuestas que fueron rechazadas en la comisión de Gobierno del Senado.

Más allá de la letra del proyecto, lo que aflora es un trasfondo político evidente. Sectores de la oposición han acusado al Ejecutivo de actuar en función de cálculos electorales, sugiriendo que el oficialismo busca restar votos a la derecha, dado que una parte significativa del voto migrante podría inclinarse hacia ese sector. Además, se le cuestiona una supuesta incoherencia, ya que su posición en este tema era muy distinta hace apenas 3 años, cuando se reinstauró el voto obligatorio.

Hoy, todo extranjero con cinco años de residencia en Chile es incorporado automáticamente al padrón electoral, sin distinguir entre residencia temporal o definitiva. Esta norma se sostiene en la idea de que quienes viven, trabajan, educan a sus hijos y contribuyen a la sociedad chilena deben tener derecho a incidir en sus destinos. Hoy son 786.466 los migrantes habilitados para votar, una cifra que ningún sector político puede darse el lujo de ignorar.

Pero esta discusión no se da en el vacío. En el mundo, solo cinco países (Malaui, Ecuador, Nueva Zelanda, Uruguay y Chile) permiten el voto de extranjeros en elecciones nacionales. La tendencia general es otra: restringir el sufragio a quienes tienen nacionalidad o residencia definitiva, y acotar su participación a elecciones locales.

Así se dibujan dos visiones que son -o deberían ser- el fondo del actual debate. Una, que reconoce el nuevo rostro de Chile y propicia una democracia más inclusiva, donde la participación política no se defina exclusivamente por el pasaporte, sino por el arraigo y el aporte real a la sociedad. Y otra, que defiende el voto como una expresión de soberanía nacional que solo debe pertenecer a quienes tienen un vínculo jurídico pleno y permanente con el Estado-Nación.

Ambas posturas merecen ser escuchadas. Pero para que esta conversación sea sana y no se contamine con intereses electorales de corto plazo, debe separarse de la coyuntura del 16 de diciembre. No se trata de sumar o restar votos, sino de definir qué tipo de democracia queremos para los próximos 50 años.

Cualquiera sea la decisión, debe estar guiada por principios, no por encuestas. Y sobre todo, debe asegurar que las reglas del juego se mantengan estables, predecibles y legítimas para todos y todas.

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