En Ñuble, las actividades agropecuarias tienen un peso muy significativo en la economía, así como en el empleo. Es la región del país con la mayor población rural (30,1%) y la que tiene registradas más explotaciones agropecuarias y forestales. Y si su contribución se toma desde el punto de vista del PIB Ampliado -que además de la actividad agrícola, ganadera y forestal, incluye los encadenamientos productivos y la prestación de servicios que rodea a la actividad- el PIB agrícola se empina cerca del 60% y se convierte en el factor más determinante de la economía regional.
Igual, tenemos el mayor volumen de producción diversificada del país, con una superficie sembrada de más de 70 mil hectáreas de cultivos tradicionales y un progresivo e importante aumento de la superficie frutal.
Este valor netamente agrario se incrementa a partir del transporte a los centros comerciales, su industrialización, los márgenes de comercialización y, en cada caso, los costos de cada eslabón de la cadena, hasta alcanzar su valor final. Tal descripción conlleva un componente social: el empleo. Según datos del INE, la producción agrícola suma 45.000 puestos de trabajo en la etapa primaria y 57.000 en la secundaria. En suma, el agro regional es generador de riqueza, tecnología, y empleo, entre otros efectos de peso. Otro dato importante es que el 78% de los desembolsos que realizan los productores se localizan en las comunidades en las que se hace la producción.
Sin embargo, mientras se iban construyendo esos positivos indicadores, en medio de una apertura total de nuestra economía gracias a los TLC firmados a fines de los 90, se desvió la mirada de la creciente dependencia de las importaciones de bienes que componen la dieta básica, como el trigo, la carne de vacuno, la leche, el arroz y las leguminosas, entre otros. Un proceso que ha reducido la participación de la producción nacional en la oferta de estos productos y hoy constituye una amenaza a la seguridad alimentaria.
Es así como se evidencia una disminución sostenida de la superficie de cultivos tradicionales, como el trigo, el arroz y las leguminosas, así como de la masa ganadera y de las lecherías, que hoy compiten por el uso de suelo con las plantaciones frutales y compiten con un progresivo incremento de las importaciones. Actualmente, el 56% del consumo del arroz nacional se importa, principalmente de países como Argentina, Paraguay y Uruguay.
Asimismo, el volumen de productos lácteos importados equivale al 41% de la recepción nacional de leche. En cuanto al trigo, el 43% de lo que consume Chile se importa, principalmente de Argentina, Canadá y Estados Unidos. En el caso de las leguminosas, el 90% de las lentejas que se comercializan en Chile son importadas, principalmente de Canadá, situación similar a la del garbanzo y en menor medida con los porotos.
Finalmente, la carne de bovino importada representa un 70% de lo que se consume en el país, proveniente principalmente de Brasil, Paraguay y Argentina.
La pandemia no vino sola, está causando una recesión mundial, pero también nos ha vuelto a recordar nuestra vocación agroalimentaria. El forzado experimento de una economía cerrada por el coronavirus nos está enseñando que es vital volver a conceptos como la seguridad alimentaria y protección de productos esenciales de la canasta familiar.