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En una entrevista publicada en 2001 en Le Monde, el mismo diario del cual fue columnista mucho tiempo, Christian Delacampagne reconoció que “La banalización del mal” (1998), su famoso libro, “nació de un rapto de cólera, de sublevación ante la liviandad y el creciente negacionismo en torno a hechos monstruosos de la historia humana, como el Holocausto o el genocidio de armenios en 1915.”
Allí, el filósofo francés nos recuerda que la capacidad de pensamiento, por tanto, la conciencia, concurre en todos los seres humanos. Es potestad de cada cual ejercerla o no, pero no hacerlo no nos convierte en inocentes, así como el desconocimiento de la ley no nos exime de su cumplimento.
La lectura de Delacampagne siempre es recomendable, y es muy interesante tomar de él su concepto de banalización, sobre todo hoy y aquí, en Chile.
Después de constatar la forma en que se manipulan conceptos para deformar visiones de nuestra historia reciente -y así explicar la violencia de Estado ejercida por la dictadura de Pinochet- podríamos concluir algo esencial: si no se respeta el sentido de las palabras, si se mezcla todo, los conceptos se confunden y se vacían.
Dictadura, tortura, ejecutados, desaparecidos, son palabras cuyos significados resultan aterradores, pero también son términos precisos que deben ser preservados no solo para saber de qué se habla cuando se los pronuncia o escribe, sino para que no se repita aquello que los originó.
En las razones de esta banalización y de su amplia exposición ante la opinión pública, mucho tiene que ver una lógica de espectacularidad y controversia que se ha instalado en diferentes ámbitos de la vida nacional, y que suele potenciarse en las redes sociales, retroalimentado un clima odioso.
Lamentablemente, muchas veces la política es la encargada de destruir aquello que la sociedad procura construir, como son consensos mínimos que hace dos décadas habíamos alcanzado sobre este doloroso episodio de nuestra historia reciente.
Pero hoy, cuando diputados de Chile Vamos celebran el golpe, suben videos donde se alienta el relativismo respecto de la ilegitimidad del golpe de estado de 1973 y el negacionismo sobre las posteriores violaciones a los derechos humanos, volvemos a preguntarnos si es posible una memoria común sobre la base de la verdad histórica, basada en antecedentes fidedignos, documentados por informes oficiales del estado chileno e incluso de otros estados, como ocurre con los reportes que desclasificó el gobierno norteamericano en 2016 y en 2023.
Hoy, 9 de cada 10 chilenos considera que tanto el Congreso como las colectividades políticas, realizan muy mal o mal la función de representar los intereses de los ciudadanos y ciudadanas en sanar los dolores de la dictadura, recuperar confianzas y construir un futuro común; sin embargo, seguimos atribuyéndoles una centralidad en la vida nacional que no merecen.
El gran problema ya no solo es la manipulación premeditada de nuestra historia reciente para acentuar antinomias y sacar ventajas políticas, sino cómo se proyecta este fenómeno, pues las semillas de los que mañana serán nuestros políticos germinan en este ambiente crispado, hoy incapaz de tender puentes de entendimiento y empatizar con el dolor y heridas infringidas en otra época, pero que aún no cierran.