El fenómeno del acoso y la violencia escolar no es nuevo, pero cada cierto tiempo nos vuelve a golpear debido a episodios locales de una enorme agresividad y connotación, como los ocurridos recientemente en Chillán, en el Colegio Alemán y en el Liceo Industrial.
Los datos que muestra este año revelan de manera clara un incremento generalizado de los episodios de violencia entre estudiantes de establecimientos municipales, particulares subvencionados y particulares. Hablamos de insultos, discriminación, exclusiones y agresiones físicas. Así, en algunos colegios, parece gravitar una atmósfera de tensión que predispone a la descarga violenta y que podríamos decir se asocia a una subcultura de la violencia enraizada en el entorno escolar.
Es indudable que la situación reclama una atención especializada, así como la presencia de nuevos recursos psicopedagógicos y sociales, porque las raíces de los comportamientos violentos no están en la escuela, y se requiere trabajar con esa perspectiva para un mejor control de los problemas observados, que perturban los mejores planes de la actividad escolar.
En efecto, la complejidad de este problema da pie para elaborar algunas reflexiones de resonancia familiar y social. Estamos viviendo tiempos confusos, en algunos casos de una gran violencia que ha llegado a ámbitos tan alejados de ella como deberían ser las aulas. Además, hoy la familia nuclear de padres e hijos es la que domina en el escenario urbano. Lejos quedó en el tiempo la familia extendida, integrada por tres generaciones.
La autoridad de ambos padres es hoy compartida y la forma de gobernar el núcleo familiar suele llamarse “democrática”, para referirse a la forma de participación creciente de los hijos, cuya opinión va gravitando con mayor peso a partir del ingreso en la adolescencia y va ganando así en autonomía. Dicho de otro modo, “el poder joven” ha ido creciendo y la autoridad adulta se ha ido debilitando, lo que promueve la gradual sustitución de los códigos que regulaban la conducta de unos y otros. En ese proceso, los que son todavía menores de edad pasan a decidir conductas según sus líderes y compañeros de igual edad, de manera que éstos asumen un rol más influyente, a menudo, que los mayores, que a su vez, muchas veces parecen querer adoptar conductas más propias de sus hijos.
También el proceso de interacción entre mayores y menores se puede observar en el ejercicio de otros roles que se ejercen en el colegio, es decir, en la relación entre docentes y alumnos, en la cual el modo de establecerse y el concepto de autoridad han sufrido cambios.
Es positivo comprender que los jóvenes encuentran en el grupo de sus iguales apoyo y seguridad en elcamino hacia su autonomía personal. Pero también es válido y necesario dialogar con los adolescentes y hacerlos reflexionar racionalmente sobre el alcance de sus conductas, ya que ésa es la misión de ambos padres, y éstos no pueden ni deben desconocer su responsabilidad.
Esta reflexión a propósito de una cuestión cuyo origen puede ser diverso y que los profesores deberían afrontar con los recursos específicos de una preparación previa, requiere ser siempre apoyada por la familia.