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Resulta evidente que la tarea de entender la realidad política de nuestro país es un problema muy complejo. Y si esto es cierto para personas con formación e interés por esa actividad, lo es mucho más para la mayoría de la gente que en base a una jungla de información y la propia experiencia, saca sus conclusiones, por lo general de rechazo a la política y a quienes participan en ella.
La XIV versión de la encuesta Bicentenario, publicada en abril pasado, confirma esta idea. De hecho, sigue la misma línea que otros estudios de opinión, pero con un guarismo que bien podría batir un record mundial: apenas un 1% de los chilenos y chilenas confía en los partidos políticos y en el Congreso Nacional.
Increíblemente, tales resultados -que constituyen una especie de repudio popular- no hacen mella en buena parte de la llamada “clase política”, que parece vivir en una realidad paralela, situándose por encima de todo, al extremo de declararse algunos moralmente superiores, mientras otros se arrogan la exclusividad de ser portavoces del bien.
La verdad es que desde siempre la política ha tenido algún grado de narcisismo y autorreferencia, pero en el caso de nuestro país se ha extrapolado a un nivel que está afectando seriamente a las instituciones políticas. Considerar que mi opinión es casi una verdad absoluta y todos los demás están equivocados, es lo que vimos en los dos experimentos constitucionales fallidos, y es lo mismo que seguimos viendo en la relación entre la oposición y el Gobierno. Una absurda aplicación de la teoría del empate, aduciendo a la forma en que se comportaron los partidos de izquierda cuando fueron oposición a la administración de Sebastián Piñera.
Mientras tanto, las prioridades de la ciudadanía pasan a un segundo plano. Las antinomias parecen ser lo único importante, a la par de un discurso maniqueo que hace mella en la opinión pública y da lugar a una confrontación estéril que suele tener como escenario las redes sociales, donde se juega sin escrúpulos con la verdad.
Resulta claro y obvio que este comportamiento ha lesionado gravemente la calidad de la política nacional, y lo que es peor, también puede dañar la convivencia social.
La función política es una de las actividades de mayor impacto social, no sólo debido a que las decisiones que se toman afectan directamente el bienestar de las personas, sino que también proyectan las conductas y valores de sus actores hacia el resto de la población. Esto adquiere cada vez mayor relevancia, a medida que las sociedades se tornan más complejas, con mecanismos de poder, y formas de comunicación más sofisticadas y con enorme alcance.
Estamos a pocas semanas de que se inicie la competencia para elegir a autoridades regionales y municipales, donde volveremos a ver la transformación de políticos soberbios, en humildes buscadores de votos; igual que oiremos vacías promesas que llevarán a cabo en caso de mantener o llegar a los puestos que tanto ansían.
Ante eso, lo sensato es informarse por medios de comunicación profesionales, evaluar y tener memoria. En nuestra elección de candidatos y candidatas para octubre próximo, apliquemos lo que es habitual en países anglosajones: la falsa promesa en política no debe salir gratis.