La gente suele creer que la gran mayoría de las personas que integra el Estado tiene una vocación de servicio público por la cual lo eligen como lugar para desarrollar sus habilidades, hacer carrera y crecer. Sin embargo, a través de décadas, y muchas veces por responsabilidad de la propia dirigencia política, se transformó en botín para el partido o coalición gobernante, las herramientas de trabajo fueron quedando obsoletas, las plantas de personal aumentaron notablemente en todos los ámbitos y la “burocracia estatal” adquirió un tinte peyorativo, motivado por esa combinación de malas prácticas.
Un Estado de calidad es una deuda histórica y el mejor legado que podemos dejar para el futuro. Desde el Gobierno declaran que se han propuesto transformar el funcionamiento del Estado en una administración pública que dé servicios eficientes y que simplifique los trámites de personas y empresas. En definitiva, un Estado que le facilite la vida a la gente.
Aún existe una preocupación importante en gran parte de nuestra sociedad por el tamaño del Estado. Sin embargo, no debemos caer en la simplificación de decir que con una reducción de las plantas estaríamos resolviendo las malas prácticas y la corrupción. Mucho más necesaria es la planificación de las dotaciones, junto a una importante reingeniería de los procesos de gestión para evaluar si las tareas que se llevan adelante responden a necesidades ciudadanas concretas.
Para nadie es un misterio que un empleado público bien formado y valorado es un trabajador que da lo mejor de sí: es un trámite que se realiza más rápido, una mejor atención, menos burocracia y más tiempo para los usuarios. Y para eso es clave terminar con el cuoteo político que tanto daño hace a la administración del Estado, e incorporar evaluaciones de desempeño mucho más rigurosas que los procesos que hoy se realizan, donde el 99,9% de los trabajadores es calificado con nota máxima.
Ojalá algún día los trabajadores encuentren en lo público una organización que potencie sus habilidades, un lugar donde puedan hacer carrera y crecer, y donde valores como la transparencia, la idoneidad, el mérito y la calidad de atención sean una realidad.
Todos ganamos con un mejor Estado, pero pocos están dispuestos a transformar su reforma en prioridad. Reformar el Estado es un asunto complejo, potencialmente conflictivo y ofrece la peor combinación de costo-beneficio para cualquier Gobierno: los costos y el desgaste se pagan al contado, a cambio de beneficios que, casi siempre, se notarán en los gobiernos siguientes.
Por eso, la declarada intención reformista de prácticamente todos los candidatos a la presidencia en los últimos 30 años, no ha sido más que eso. Una promesa que suena bien, pero que jamás supera el discurso, pues nadie ha estado dispuesto a apostar el capital político que se necesita para romper la inercia.
Es de esperar que los independientes y apóstatas de la política tradicional que aparecen como los grandes ganadores de las últimas elecciones no eludan el desafío de reformar el Estado, y por fin observemos algo más que esa forma de publicidad engañosa que en este rubro se llama demagogia.