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Se suele creer que la gran mayoría de las personas que integra el Estado tiene una vocación de servicio público por la cual lo eligen como lugar para desarrollar sus habilidades, hacer carrera y crecer. Y no se equivocan, pero muchas veces por responsabilidad de la propia dirigencia política, el Estado se ha transformado en botín para el partido o coalición gobernante y la “burocracia estatal” adquirido un tinte peyorativo, motivado por esa combinación de malas prácticas.
Podría decirse que un Estado de calidad es una deuda histórica de la política chilena y el mejor legado que cualquier generación de personas dedicadas a la política podría dejar para el futuro: transformar su funcionamiento en una administración pública que dé servicios eficientes y que simplifique los trámites de personas y empresas. En definitiva, un Estado que le facilite la vida a la gente.
Aún existe una preocupación importante en gran parte de nuestra sociedad por el tamaño del Estado. Sin embargo, no debemos caer en la simplificación de decir que con una reducción de funcionarios estaríamos resolviendo las malas prácticas y la corrupción. Mucho más necesaria es la planificación de las dotaciones, junto a una importante reingeniería de los procesos de gestión para evaluar si las tareas que se llevan adelante responden a necesidades ciudadanas concretas.
Para nadie es un misterio que un empleado público bien formado y valorado es un trabajador que da lo mejor de sí: es un trámite que se realiza más rápido, una mejor atención, menos burocracia y más tiempo para los usuarios. Y para eso es clave terminar con el cuoteo político que tanto daño hace a la administración del Estado, e incorporar evaluaciones de desempeño mucho más rigurosas que los procesos que hoy se realizan, donde el 99% de los trabajadores es calificado con nota máxima.
Todos ganaríamos con un mejor Estado, pero pocos están dispuestos a transformar su reforma y modernización en prioridad. Reformar el Estado es un asunto complejo, potencialmente conflictivo y ofrece la peor combinación de costo-beneficio para cualquier Gobierno: los costos y el desgaste se pagan al contado, a cambio de beneficios que, casi siempre, se notarán en los gobiernos siguientes.
Por eso, la declarada intención reformista de prácticamente todos los candidatos a la Presidencia y al Parlamento en los últimos 30 años, no ha sido más que eso. Una promesa que suena bien, pero que jamás supera el discurso, pues nadie ha estado dispuesto a apostar el capital político que se necesita para romper la inercia.
Hasta ahora Chile ha tenido dos intensos procesos de reforma del Estado, uno a mediados de la década de 1920, cuando transitó desde un Estado liberal extremo o laissez faire a uno interventor, y otro a fines de la década de 1970 y principios de la de 1980, cuando pasó a una inacabada e incorrecta forma de Estado subsidiario.
Hace cuatro años hubo una nueva oportunidad, en dos procesos constitucionales que fracasaron, precisamente porque los actores políticos involucrados no salieron de sus trincheras e intentaron imponer un tipo de Estado acorde a sus visiones ideológicas que la ciudadanía rechazó. Pese a ello, Chile no puede eludir el desafío de modernizar su Estad para responder pronta y adecuadamente a las aspiraciones ciudadanas de mayor agilidad, eficacia, eficiencia y transparencia en su accionar.