Las probabilidades son escasas, ya que los actores políticos del nuevo proceso constituyente son los mismos que desde hace tres décadas se han beneficiado del centralismo. Los bordes que establecieron para redactar una nueva Constitución, excluyendo la idea de un estado regional, es una señal de que el viento no soplará a favor del cambio ni de un nuevo contrato social que propicie una renovada visión sobre el protagonismo de los actores territoriales.
En los países desarrollados (OCDE) el nivel central tiene a su cargo la definición de solo el 50% del gasto fiscal y los gobiernos locales la otra mitad. En Chile, en cambio, el poder de asignar los recursos está en Santiago, con el 85% de la toma de decisiones; mientras regiones y municipios asignan en forma autónoma la pequeña fracción restante, un 15%, margen que incluso disminuirá como consecuencia de la desmunicipalización de la educación.
Ya conocida la agenda legislativa del último año de este Gobierno, podemos decir con certeza que este cuadro no cambiará en la actual administración, pese a que recibió diferentes propuestas para que las regiones recauden los impuestos provenientes de las empresas que se instalen en su territorio, y terminar así el subterfugio de aprovechar los sistemas contables para pagar en la casa matriz, que generalmente está en la capital.
Esta desviación de un sistema hipercentralizado y su posible solución, viene siendo expuesta hace décadas por estudiosos y organizaciones regionalistas. La última fue la realizada por diferentes organizaciones y líderes regionalistas, en el contexto del primer proceso constituyente, pero como bien sabemos, nunca llegó a puerto.
Allí se proponía la coparticipación de las regiones en la recaudación fiscal nacional mediante una serie de tributos descentralizados para gravar a generadoras de energía y forestales y a las cadenas del retail en las zonas donde están emplazadas. Las dos primeras se asocian a un derecho a compensación y reparación que tiene el desarrollo, sobre todo cuando los beneficios no van directamente a quienes sufren sus efectos negativos.
En el caso del retail, un tributo descentralizado vendría a nivelar la cancha y terminar con las escandalosas diferencias hoy existentes en el pago de patentes municipales. En Chillán, por ejemplo, hay supermercados que pagan cada seis meses $50.000 por concepto de patente, mientras que una empresa local cancela 4 millones y un vendedor ambulante del orden de 150 mil. La realidad descrita y las propuestas para superarla -no todas, pero la mayoría- son hace tiempo conocidas, incluso antes del fracasado primer experimento de cambio constitucional. De hecho, la propia Constitución del 80 permite, a través de una simple ley, que determinados tributos que gravan actividades o bienes con clara identificación regional o local, puedan ser afectados para fines de desarrollo de la propia localidad.
Pese a ello, en los últimos 30 años ninguna iniciativa de este tipo ha prosperado y la razón es simple: nunca ha existido voluntad política para promover tales cambios.
¿Será ahora distinto? Nadie podría descartarlo por completo, pero ciertamente esta vez las probabilidades son escasas, ya que los actores políticos del nuevo proceso constituyente que vivirá el país son los mismos que desde hace tres décadas se han beneficiado del centralismo, gozando de vetos y otros mecanismos para imponer su voluntad, aun siendo minoría. Los bordes que establecieron para redactar una nueva constitución, excluyendo la idea de un estado regional, es una poderosa señal de que en el nuevo proceso constituyente, que se iniciará tras la reciente aprobación de la reforma que lo habilita, el viento no soplará a favor del cambio ni de un nuevo contrato social que propicie una renovada visión sobre el protagonismo de los actores territoriales.