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Transfuguismo político

La política chilena carga con una larga historia de fracturas, reacomodos y deslealtades. Los historiadores recuerdan cómo, a principios del siglo XX, los realineamientos internos dieron origen a nuevas fuerzas que marcaron la evolución del sistema partidario. Tras el Golpe de Estado de 1973, cuando los partidos fueron proscritos, esa dinámica quedó en suspenso, pero volvió a emerger con fuerza en la transición democrática, alimentando tanto la pluralidad como la fragmentación.

Hoy el debate se concentra en el transfuguismo político, es decir, la decisión de parlamentarios que, habiendo llegado al Congreso gracias a una determinada lista o coalición, optan por cambiar de bando.

Sin embargo, esta semana, la Comisión de Constitución de la Cámara de Diputadas y Diputados aprobó una norma que puede marcar un giro relevante ante este fenómeno: el cese automático en sus cargos para quienes abandonen el partido con el que fueron electos.

La medida busca corregir distorsiones asociadas al actual sistema electoral y reducir la dispersión de fuerzas, un fenómeno que, lejos de enriquecer la democracia, ha complejizado la gobernabilidad y debilitado la cohesión parlamentaria. En la práctica, se propone cerrar la puerta a maniobras que transforman la representación en un botín de canje.

Se trata de una propuesta no exenta de riesgos y críticas. Sus defensores sostienen que es la única manera de proteger la voluntad popular y frenar prácticas oportunistas. Sus detractores advierten que podría derivar en un disciplinamiento excesivo, inhibiendo legítimos gestos de autonomía frente a direcciones partidarias poco representativas.

En la experiencia reciente, los casos más “honestos” de transfuguismo responden a discrepancias programáticas profundas o a la búsqueda de mayor independencia. Sin embargo, la mayoría está vinculada a motivaciones menos confesables, como buscar colectividades con mejor proyección electoral, la expectativa de un beneficio político o la simple conveniencia personal.

En esencia, el transfuguismo se asocia más con la corrupción política que con la expresión de diferencias ideológicas. Es un atajo que mina la legitimidad del Congreso, desdibuja los resultados de las urnas y refuerza la percepción ciudadana de que los representantes actúan en función de sus intereses individuales, no de los de la comunidad.

Chile enfrenta hoy un problema de credibilidad democrática. El desencanto con las instituciones, reflejado en múltiples encuestas y estudios, es terreno fértil para el populismo y la desafección cívica. En ese contexto, tolerar el transfuguismo equivale a normalizar la traición política como parte del paisaje, debilitando aún más el vínculo entre representantes y representados.

Esta reforma no resolverá por sí sola la crisis de confianza en la política, pero contribuye al poner límites claros a las deslealtades parlamentarias, devolverle sentido a la representación y recordar que el poder otorgado en las urnas no es propiedad de los políticos, sino un mandato de la ciudadanía.

Si la democracia descansa en la lealtad al voto, no se puede permitir que ese voto se convierta en una mercancía intercambiable, según la conveniencia del momento.

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