Entendido el trabajo no sólo como un medio de sustento económico, sino que como una forma de inclusión social, la efeméride que lo conmemora internacionalmente mañana nos brinda la oportunidad de reflexionar sobre la calidad de nuestro mercado laboral y cuán lejos o cerca estamos de hablar de trabajo decente en Chile.
El trabajo decente, según define la Organización Internacional del Trabajo (OIT), es el trabajo productivo en condiciones de libertad, equidad, seguridad y dignidad. Esta definición refuerza la comprensión de que en las sociedades complejas es el mercado de trabajo la caja de transmisión que vincula la economía con el bienestar de los hogares. Esta relación es bidireccional y, por tanto, sociedades con mayores niveles de empleo y equidad potencian un crecimiento armónico tanto económico, como político y social.
Chile estaba en esa senda, era el alumno más aventajado de la región, sin embargo, la pandemia del coronavirus significó un gran retroceso para el empleo formal. De hecho, la informalidad laboral ha aumentado como nunca antes en la historia reciente del país, lo mismo en nuestra región, donde rubros como el comercio y la agricultura son los que concentran el mayor número de trabajadores informales; o obstante, el fenómeno ha crecido con fuerza también en la industria manufacturera y en la construcción.
Para abordar esta problemática es fundamental entender que la informalidad laboral da cuenta de un gran desconocimiento y de la hipocresía de la sociedad, pues existe una mayoría silenciosa a la que no le conviene que esta situación cambie. En el caso de los trabajadores informales, muchos prefieren no tener un contrato para no perder beneficios sociales, mientras que para los empleadores, la informalidad les permite acceder a mano de obra barata o evadir el pago de beneficios y cotizaciones.
Combatir la informalidad no es una misión que deba comprometer únicamente los esfuerzos del Estado, sino que requiere de una perspectiva ética y del bien colectivo que muchos no tienen. Lo que se requiere es una oferta de empleos de calidad, más atractivos que los empleos informales, por ejemplo, respecto al salario. Y aquí volvemos al problema crónico de esta región: su matriz productiva, la que no cambiará en la medida que no se concreten inversiones que agreguen valor.
Es evidente que las políticas que toman el mercado del trabajo como un simple resultante de los fundamentos macroeconómicos han demostrado sus limitaciones. Por lo mismo, es tiempo de avanzar en la dirección de colocar al trabajo decente en el centro de las decisiones de las políticas públicas. Solo así se podrá aspirar a un crecimiento sostenido, como también a un sistema democrático más pleno y equitativo.
A estas alturas de nuestra historia nadie podría dudar que no hay mejor política social que el pleno empleo, pero se nos ha olvidado, mareados entre tanta estadística, que este factor económico también tiene una dimensión cualitativa y en tal sentido no hay mejor trabajo que el trabajo decente.