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Durante siglos el ser humano se contentó con un consumo regular de dos o tres litros diarios de agua. Pero la edad contemporánea quebró aquella economía y el gasto se fue multiplicando con los hábitos higiénicos, el empleo industrial del agua, la generación de electricidad y tantos otros usos, a la vez que se contaminaba por los vertidos industriales y los efectos de fertilizantes y pesticidas que afectan la potabilidad y van reduciendo las reservas.
Así se ha llegado a niveles de escasez hídrica que pueden entenderse de tres modos: como estrés, referido a la dificultad de encontrar fuentes de agua dulce en determinados tiempos del año en una región; como déficit producido por los cambios climáticos que originan, por ejemplo, sequías, y, por fin, la crisis hídrica, que se manifiesta cuando el volumen de agua potable disponible en un área geográfica es menor que la demanda. En este caso se dan dos factores determinantes: por una parte, escasez relativa del recurso hídrico; por otra, mala administración del recurso.
En el territorio de la Región de Ñuble, las lluvias y la nieve son proveedores naturales de agua, aunque no con regularidad y equidad. En la precordillera abunda, mientras en el secano hay al menos 20 mil familias que carecen del vital elemento. Una deuda que debe avergonzarnos como sociedad y por lo mismo, saldada con urgencia.
En el caso de la agricultura, los esfuerzos de los sectores público y privado están puestos en distintos frentes, como aumentar la inversión en infraestructura de riego y la capacidad de almacenamiento, mediante embalses y tranques. Además, hay una preocupación en el ámbito de la investigación por medir efectivamente el consumo, a través de la denominada “huella del agua”, y también por modelar escenarios futuros de disponibilidad, de proyección de la demanda e identificación de especies que se adapten mejor al estrés hídrico.
Sin embargo, mayor inversión y tecnología no serán suficientes si no hay también un cambio cultural. Por eso, reiteramos desde esta tribuna el llamado a comprender que el uso eficiente del agua atraviesa todos los quehaceres de la sociedad y pese a las dramáticas consecuencias que genera su escasez, la evidencia muestra que día a día el derroche sigue patente. En ese sentido, existe una responsabilidad no solo del Estado, sino que de todos, por adaptarse al nuevo escenario y hacer un uso más eficiente de un recurso cada día más escaso, cuya reducida disponibilidad está generando conflictos que hace unas décadas eran inimaginables.
La escasez hídrica, independiente de sus causas, exige la adopción de medidas que permitan mitigar sus efectos, máxime si la agroalimentación está llamada a ser uno de los pilares del despegue económico de la región.
Y como el análisis es claro, lo inteligente es centrarse en la solución, que no es otra que su uso sustentable, basado en un manejo eficiente de las cuencas que debe orientar a quienes planifican y ejecutan las obras de riego, como también a aquellos que las utilizan. Ese es el consenso básico que deberíamos estar presenciando, no la política de trinchera que estalla cada vez que se debate la gobernanza del agua en Chile.