Quienes habitamos en regiones, vivimos a diario la idea de que Chile es un país centralista, no tan solo en el funcionamiento del Gobierno, sino que también en los partidos políticos, en las empresas, medios de comunicación y hasta en el sector financiero. Como consecuencia, todos apoyamos más descentralización del Estado, la elección de intendentes, más atribuciones fiscales a los gobiernos regionales, etc.
No obstante, el actual ordenamiento territorial chileno, llamado regionalización, también está en crisis. Aunque son conceptos parientes no significan lo mismo, y a la regionalización no se le ha dado mucha relevancia en el debate, aún cuando es la que determina el sentido real que puede tener la descentralización en nuestros territorios.
La diferencia básica radica en que la primera es el fondo y forma que se da un país para organizar territorialmente el poder económico, social y político de una nación. Por su parte, descentralización es la manera -amplia o restringida- de distribuir principalmente el poder político sobre aquella forma territorial en la que se ha organizado el país.
Puesto en un ejemplo, la regionalización en Chile se inspira y se ha inspirado históricamente en un modelo de ordenamiento territorial basado en la promoción del crecimiento-desarrollo sobre un territorio principal llamado región, por eso el actual modelo de descentralización apunta mayoritariamente a las regiones.
Ambos conceptos, descentralización y regionalización, son diferentes, pero están profundamente conectados y son medios y no fines en sí mismos. La descentralización es más instrumental que la regionalización, ya que esta última establece el contenido y contenedor al cual se le va a descentralizar poder.
Lo concreto es que el Estado chileno nunca ha organizado territorialmente al país en función de reconocer a las regiones como un sujeto político capaz de decidir y tomar sus propias decisiones. Por ejemplo, Pinochet regionalizó el país y estableció los límites administrativos de las regiones en base a criterios geopolíticos, con el objetivo de garantizar primordialmente la seguridad nacional. Antes, la Corfo y Odeplan organizaron territorialmente el país para promover el desarrollo y crecimiento territorial. Ambos modelos requerían de un tipo de descentralización que veía en las regiones un objeto y no un sujeto democrático o contrapeso regional al interés nacional y homogeneizador de la elite política central.
Posterior a la caída de la dictadura, la regionalización siguió tal cual y tuvieron que pasar más de 40 años para que en 2017 se aceptara la creación de la Región de Ñuble por demanda de sus propios habitantes. De hecho, sin quererlo, nos convertimos en un referente de las demandas por mayor participación y más decisión local, todos síntomas de que en este territorio (y muchos otros a lo largo y ancho el país) sus ciudadanos no están dispuestos a seguir siendo objetos, sino que quieren ser protagonistas y sujetos de su propio desarrollo.
Por eso, si en el debate actual no se asume que las actuales regiones no fueron diseñadas para ser sujetos de su democracia y desarrollo, y de no modificarse la actual regionalización, todos los nuevos esfuerzos por distribuir el poder político -como la elección de intendentes y la transferencia de competencias a los gobiernos regionales- seguirán resultando ambiguos.