El Mes de la Solidaridad que celebramos cada mes de agosto, en recuerdo de san Alberto Hurtado, nos encuentra este año en medio de la pandemia y sus nefastas consecuencias económico-sociales. Y es justo reconocer que, en este escenario, se han despertado numerosas expresiones de solidaridad, sobre todo para hacer frente a la falta de alimentos. Los actores son diversos: vecinos, organizaciones sociales, iglesias, empresas, grupos de amigos. También el Estado y sus instituciones que, con una acción legislativa y ejecutiva, está ayudando a paliar la crisis. A menudo nos quejamos de los políticos, tantas veces con razón, pero hay que valorar la acción de un Estado fuerte y que se pone al servicio de sus ciudadanos.
Pero la solidaridad tiene que llegar a transformarse en un principio ordenador permanente de nuestra sociedad, para pasar de estructuras de injusticia y desigualdad a estructuras solidarias, que permitan que todos participen de los beneficios del desarrollo. Solo así la solidaridad no correrá el peligro de quedarse en un sentimiento superficial y reactivo ante los males que nos aquejan.
En el Chile de hoy esto tiene múltiples implicancias. Solo por nombrar algunas: un sistema de pensiones que retribuya con dignidad el trabajo de tantos años; empleos menos precarios; un sistema de salud con una respuesta más eficaz a las demandas de las personas; un apoyo a las pequeñas empresas no solo para beneficio propio, sino para generar empleo en condiciones justas. Sin olvidar el cuidado de la casa común, sometida a una degradación ambiental que se suma a la social, y la situación de los pueblos indígenas, especialmente el mapuche, que reclaman un diálogo de verdad de parte del Estado chileno, pues son numerosos los procesos inconclusos (verdad histórica, reparación, nuevo trato, política de tierras, nueva institucionalidad) que no han logrado abordar los temas de fondo que exige el reconocimiento de sus legítimos derechos. En un país que está lejos de ser rico, y que se ha empobrecido a causa de la pandemia, todo esto significa que los que tienen más recursos y privilegios -no solo personas, sino grupos sociales- sean exigidos, a través de políticas adecuadas, a poner más sustancialmente sus bienes al servicio del bien común, bajo ese principio de la doctrina social de la iglesia de que el destino universal de los bienes es anterior a la propiedad privada.
Si queremos avanzar en solidaridad, es siempre útil una relación adecuada entre justicia y caridad, como enseñaba Alberto Hurtado. La caridad supone siempre la justicia, pues no puedo pretender ser caritativo o benevolente si no doy primero al otro lo que en justicia le corresponde. Pero la caridad supera la justicia, porque introduce en nuestras relaciones la lógica de la misericordia y de la comunión. Caridad y justicia, vistas complementariamente, nos recuerdan que el otro nunca es un instrumento a explotar, oprimir, ignorar, descartar, violentar o descalificar, sino un hermano con el que tengo que caminar, que merece siempre mi respeto y tiene derecho, como yo, a participar del banquete común de la vida y la dignidad. Y esto, en un país encrispado y desigual, supone una opción decidida por la equidad y la paz. Justicia y caridad van juntas.