Señor Director:
Hace años que Chile debió idear una política migratoria con visión de Estado. No se avizoró que una nación con los mejores indicadores de desarrollo de Latinoamérica iba a ser destino preferente de miles de personas de países en desmedro económico y social.
En 1992 un 1 % de la población era inmigrante; en 2010, un 2 %. En 2015 un 4 %. Ahora orbita en torno al 8 %. Existe consenso que la migración bien conducida es un hecho positivo para los países. Sin embargo, un crecimiento explosivo e inorgánico arrastra externalidades negativas que dificultan la inserción.
El sueño “progresista” que aboga por una movilidad internacional libre, sin barreras fronterizas, cuya meta es una ciudadanía supranacional, se ha estrellado, como tantas otras cosas, con la dura realidad.
Las regiones del norte concentran una altísima proporción de inmigrantes, mayor incluso a los países más desarrollados del mundo, con la diferencia de que en nuestro caso el incremento ha ocurrido en breve tiempo. No es extraño que exista tensión entre nacionales y foráneos, y las diferencias en el modo de vida dificultan la convivencia. La población local exige que se actúe.
El conflicto en el norte es solo una expresión más de la falta de una política migratoria que sea capaz de ordenar este proceso y asegure la integración social de los inmigrantes. Cuesta comprender la inacción del Estado en el control de las fronteras y la sanción drástica ante el ingreso ilegal.
La academia y los organismos internacionales que teorizan sobre el asunto guardan un inquietante silencio. Ningún relato, ley o acuerdo global alivia el pesar de tanta gente, chilenos y extranjeros, que hoy sufre las consecuencias de la negligencia migratoria.
Lorenzo Agar Corbinos
Doctor en Sociología