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Silenciar para que vuelvan las voces

Señor Director:

Desde 2026, las salas de clase en Chile tendrán un huésped menos: el celular. Suena menor, la verdad, pero es un portazo simbólico. La escuela, cansada de competir con pantallas luminosas, decide recuperar algo que se estaba escurriendo como tiza entre los dedos: la atención. No es nostalgia. Es supervivencia con nombre y apellido.

Tesis clara: sacar el teléfono del aula no es recortar libertades, es devolverles a los estudiantes la posibilidad real de estar aquí, ahora, sin pestañas abiertas en la cabeza.

Los datos no gritan, pero insisten. Estudios internacionales hablan de memoria quebrada, foco dividido, rendimientos que se deshilachan. Y es que basta entrar a cualquier sala: mochilas en el suelo, cuellos doblados, dedos que bailan como si persiguieran luciérnagas invisibles. El profesor habla. El algoritmo susurra. Y casi siempre, quién gana no es el que escribió el libro. La ley, además, no demoniza. Ordena. Deja puertas abiertas para emergencias, salud y usos pedagógicos. No es una jaula. Es un marco. Ya no manda el zumbido del bolsillo. Manda el sentido común, esa especie en peligro de extinción.

La conclusión no es épica, pero es honesta: aprender duele un poco, exige silencio, tiempo y esa incomodidad que hace crecer. Apagar el celular no es volver atrás. Es, simplemente, una forma moderna de volver a mirar. Y mirar, a veces, es el primer acto de libertad real.

Ricardo Rodríguez Rivas

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