La escasez de alimentos era un problema no resuelto antes de la pandemia y de la invasión rusa a Ucrania, sin embargo ambos eventos lo profundizaron y pusieron en primer plano el rol de la agricultura como proveedora de alimentos en escenarios de crisis y el concepto de seguridad alimentaria, entendido como el acceso de todo individuo y nación en todo momento al alimento que necesite para satisfacer sus necesidades y preferencias, lo que desde una perspectiva geopolítica se puede conseguir reduciendo la dependencia alimentaria de otros países, al menos en aquellos productos que componen la dieta básica.
Sin embargo, durante décadas el modelo económico liberal ha promovido la especialización en un contexto de globalización y libre comercio, lo que ha llevado a potenciar aquellos rubros que son competitivos, como algunas frutas, en desmedro de aquellos que no, como los cultivos tradicionales. Como consecuencia de ello, el cultivo de trigo, arroz y leguminosas, entre otras especies, así como la lechería y la ganadería de carne bovina han ido perdiendo la competencia por el suelo agrícola, donde se han multiplicado las plantaciones forestales, los frutales y las parcelas de agrado.
Además, no se puede soslayar el efecto del cambio climático y la sequía, ya que los agricultores que logran sembrar bajo estas condiciones no obtienen altos rendimientos por el mismo hecho de la falta de agua. Y si a eso se le suma el alza de los insumos, principalmente fertilizantes, el precio al cual deben vender sus productos para lograr rentabilidad en su producción se eleva sobre rangos “normales” e igual termina incidiendo en la seguridad alimentaria, al excluir de su consumo a los sectores de bajos ingresos.
Por último, hay un factor de competitividad que no es menor y que igualmente impacta en la disponibilidad de alimentos. Es así como se evidencia una disminución sostenida de la superficie de cultivos tradicionales y de la masa ganadera, y como contraparte, un aumento de las importaciones de esos productos estratégicos, lo que hace tiempo vienen advirtiendo los agricultores, quienes critican la ausencia de políticas de fomento para el sector y el ingreso de productos subsidiados en sus países de origen. Actualmente, el 56% del arroz que se consume en Chile es importado, así como un 41% de los lácteos, un 43% del trigo, un 90% de las lentejas y un 70% de la carne de vacuno.
Es por ello que dirigentes agrícolas y parlamentarios han alzado la voz para solicitar políticas de protección al agro nacional, sin embargo, esa propuesta -muchas veces anclada en un nacionalismo mal entendido- no es la respuesta. Evidentemente, es necesario ver cómo adaptar o aprovechar mejor la producción para encaminarla a las necesidades del mercado interno, pero encerrarse no conduce a nada bueno. El comercio agrícola global es necesario.
Mucho mejor sería fomentar la agricultura familiar y el fortalecimiento de los pequeños productores, el aumento de la superficie con seguridad de riego, la investigación en ciencia aplicada y la fiscalización adecuada y oportuna de las vulneraciones a la libre competencia.
Es tiempo de mirar con atención nuestro sistema alimentario y reflexionar sobre cómo hacerlo más resiliente a los vaivenes mundiales, respetando nuestra cultura, pero sobre todo las necesidades de buena calidad de alimentación que requieren -y merecen- todos los chilenos y chilenas.