A un año y medio de haberse registrado el primer caso de Covid-19 en Chile, comienzan a evidenciarse otros problemas derivados de las medidas tomadas para enfrentar la pandemia, como está ocurriendo con la salud mental, un campo en que el panorama antes de la crisis ya era inquietante.
Es claro que la vivencia de la crisis sanitaria pone a prueba de manera radical la salud mental de los adultos, pero también, en mucho, de niñas y niños y adolescentes. Ellos representan solo el 1% de los casos de infección por el covid-19, pero las secuelas de la pandemia también se han dejado sentir en ellos en forma de dificultad en el aprendizaje y problemas de salud mental, asociados al confinamiento, al aislamiento social y al deterioro de las condiciones de vida en muchos hogares.
Fueron los grandes olvidados durante el confinamiento domiciliario, pero este año, en la medida que retornan a clases presenciales, profesores y padres han comenzado a ver las consecuencias de una pandemia que continúa hoy y que arrastra consigo una fatiga que sufrimos los adultos, pero también ellos.
Según un estudio realizado por la Universidad de Chile durante la llegada del Covid19, el 29,5% de los niños dice sentirse desanimado en hacer cosas que incluso son de su interés, el 26,4% presenta dificultades para dormir mientras el 24,6% de los menores dice “estar triste”.
Según los especialistas, las consecuencias de este año y medio se están viendo ahora y están asociadas a lo denominan la narrativa de este tipo de procesos, viviendo lo incomprendido, la dificultad o el cambio drástico de rutinas a las que terminan acostumbrándose, pero experimentando en el mediano plazo de sentimientos de agotamiento, falta de certezas y dudas existenciales.
Las secuelas que más están viendo los expertos tienen una doble capa. Por un lado están los menores que ya eran vulnerables por distintas razones familiares; socioculturales o económicas; o que eran más vulnerables desde el punto de vista de la salud mental, estos, lógicamente, han visto agravada de manera sensible su manera de actuar frente a la vida.
Y es lo que se está viendo en colegios y centros de salud. Trastornos como ansiedad y depresión, secuelas en el comportamiento, niños que tienen serias dificultades para reincorporarse al trabajo cotidiano, que han perdido referencias personales, que han visto bajar su autoestima o sus recursos personales de forma drástica.
De acuerdo a estadísticas del Servicio de Salud Ñuble, hasta junio del 2021 habían ingresado al programa de salud mental 1.202 niños, niñas y adolescentes, entre 0-19 años, lo que representa un aumento del 46% en los ingresos en relación a 2020. Ansiedad, el trastorno adaptativo con manifestaciones emocionales y conductuales, y el déficit atencional con hiperactividad, han sido los principales diagnósticos de ingreso durante este año. Los adolescentes, en tanto, son un grupo muy susceptible a desarrollar problemas relacionados con la dependencia a dispositivos tecnológicos y problemas psiquiátricos como ansiedad social y problemas de atención, así como una dieta menos saludable y un mayor nivel de sedentarismo, sobrepeso y obesidad.
Sin embargo, antes de la pandemia ya se manejaban datos de importancia en referencia a la salud mental de los niños y adolescentes, como también de las limitaciones presupuestarias y de especialistas en las regiones. Hoy esa deuda se convierte en amenaza sanitaria.
Urge un cambio, más ante una emergencia tan extendida, que tiene efectos inciertos, algunos con consecuencias impredecibles hacia el futuro, como ocurre con la salud mental de niñas, niños y adolescentes, y la urgente respuesta que hoy demanda de los sistemas de salud, público y privado.