Cada día surgen nuevas denuncias en contra de las acciones de Carabineros ante el levantamiento ciudadano que experimenta el país. Solo en nuestra ciudad suman 45, tres las cuales han dado paso a querellas interpuestas por el Instituto de Derechos Humanos. Uso irracional de armas antidisturbios en marchas, golpizas en calabozos e incluso tortura, forman parte del listado de casos que actualmente se investigan en Chillán y que aumenta exponencialmente en número y gravedad si lo ponemos en perspectiva nacional. “Durante semanas de protestas, algunas de las cuales fueron muy violentas, miembros de Carabineros, la policía nacional chilena, cometieron graves violaciones de derechos humanos, incluyendo uso excesivo de la fuerza en las calles, detenciones sin revisión judicial, y abusos contra manifestantes”, consigna el informe Human Rights Watch que fue conocido ayer y que es coincidente con otras evaluaciones del actuar policial, realizadas por entidades nacionales y extranjeras.
Ante una evidencia tan contundente como son 230 ciudadanos y ciudadanas que han perdido total o parcialmente la visión, solo hay dos posibles respuestas: o los protocolos no sirven, o no están siendo cumplidos. Respecto de la primera, conviene aclarar que los protocolos de Carabineros ya establecen el empleo diferenciado de la fuerza, la gradualidad de la intervención y el uso diferenciado de los medios disuasivos; por lo tanto, el problema parece tener mucho más que ver con un asunto de criterio, de capacidad para interpretar las contingencias y ceñirse estrictamente a ese protocolo.
Esa ineptitud para distinguir el carácter pacífico o violento de las manifestaciones explica, por ejemplo, el frecuente uso de gases lacrimógenos en situaciones que no lo amerita o, peor aún, la utilización de escopetas que disparan perdigones en forma indiscriminada y que, dependiendo de la distancia, pueden herir gravemente a aquellos que se encuentren dentro de su amplia zona de impacto.
Existe, por último, un telón de fondo que no se puede obviar en el análisis y que corresponde a lo que algunos autores llaman “el valor hipertrofiado del orden público”, derivado de una supuesta supervivencia de la doctrina de seguridad interior del Estado que impulsó la dictadura militar y que tenía entre sus objetivos restringir las libertades públicas y reducir las expresiones de descontento ciudadano.
Este último punto puede ser discutible, pero de lo que no hay duda es que urge una reforma policial con un enfoque completamente distinto al que se ha aplicado en los últimos 30 años, donde para la derecha ha sido un problema de gestión, mientras que para la izquierda uno de control. Y si bien ambos son reales, el problema es sistémico y demanda una reflexión tan necesaria como ausente sobre la estructura militar de Carabineros, su excesiva autonomía y las debilitadas capacidades de dirección del poder civil. Mientras ello no ocurra, el deterioro de la imagen pública de Carabineros y la fuerte caída de la confianza ciudadana continuarán acentuándose y acercándose a un peligroso punto de no retorno.