¿Qué es Chile, qué somos los chilenos?
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Ante esta pregunta, un joven usuario de Facebook me descoloca contestando: “Chile es un colaless metido en el culo del mundo”. Su desparpajo me terminó gustando, porque alude a una tierra de escándalo. Escándalo por su configuración geológica -confluencia imposible de varios infinitos- y escándalo por lo que ocurre con la sociedad y cierta gente que la habita, que la depreda, que la saquea. Aparte de la mala educación, no en vano es el país de las escandalosas diferencias en los ingresos, aunque no en los talentos, cada vez más escasos porque el egoísmo antipatriota no les permite florecer. Alguien más espiritual y elegante podría decir casi lo mismo que aquel joven: Chile es un canal energético conectado en la zona genital del planeta, “el chakra uno, la nueva base de la columna del mundo”. Ahora bien, esto desde es un punto de vista europeo, porque depende dónde nos ubiquemos en el espacio. Si la Antártida es el norte, Chile es precisamente el chakra siete y seis, vale decir, la conexión con la divinidad y la angosta abertura del “tercer ojo”.
Simbólicamente Chile es un cóndor y un huemul. Más que nunca necesitamos esa ave carroñera que desde la altura esté limpiando y extirpando la podredumbre humana, fagocitarla y transmutarla en altura. Esa ave del cosmos andino, pareciera estar siempre vigilando para limpiar el lecho de Chile. Y si no es ella, es el terremoto o la fuerza arrolladora de sus ríos desbordados. Y más al norte, es el sol implacable, es la altura, dos factores que resecan por siglos los cadáveres putrefactos que deben ser aislados. En resumen, esta tierra-país en sí es un mecanismo para mantener pura la vida que con sacrificio surge en sus valles, pero solo a condición de que se no corrompa. Sospecho que el propósito divino de todavía mantener a Chile, es hacer de este angosto e inestable balcón rocoso la escondida terraza de la limpieza, de la belleza, de la trascendencia, como si los dioses quisieran tener un pasillo para su reserva e intimidad, muy estrecha detrás de un biombo de montañas. Y como no se ha cumplido este propósito, es por eso que Chile hoy resulta un proyecto no viable.
Teniendo tanto infinito a nuestras espaldas, paradójicamente, el chileno adolece de claridad. Y se refleja nítido en su lenguaje tan raro, que nos destruye como sociedad. En esto, no hay autopsia más fina que la que nos hizo Raúl Ruiz, el cineasta: “El hecho de que los chilenos a veces son capaces de hablar sin usar ni verbo ni sujeto, o usan los verbos y el sujeto desplazado, lo que hace que hablen horas y no se sabe de qué. Esa manera incierta de hablar, que hace que todos los chilenos hablen como en las obras de Samuel Beckett, es interesante. Todo chileno habla exclusivamente entre comillas. Es alguien que pone la retórica antes que la realidad. Chile fabrica una forma muy curiosa de lenguaje artificial en el que la entonación tiene casi tanta importancia como las palabras que se emiten. Más que el acento es la sintaxis rara. Se empieza una frase y se termina con puntos suspensivos, se empieza otra y otra y lo que pasa es que la gente está hablando con tres discursos paralelos, y pasan de uno a otro y no dicen nada. Y, entremedio de todo esto, dicen contradicciones y constantemente están metiendo chistes que lo anulan todo”. Enrevesados con el lenguaje de las leyes y expertos en laberintos emocionales mal verbalizados, nos corrompemos a pausa sin darnos cuenta.
Teníamos los chilenos la vocación de ser los custodios del paraíso y de la belleza, al menos en el lenguaje. Apenas somos analfabetos de la naturaleza, borrachos de las toxinas globales, inconscientes que el cóndor ya acecha al moribundo y sediento huemul, la creatura más pura del planeta, lo que también fuimos.