Puertas abiertas, muros invisibles

América Latina vive un fenómeno migratorio sin precedentes. Millones de personas se ven forzadas a abandonar sus países por razones económicas, políticas o ambientales. Para muchas, migrar no es una opción, sino una urgencia vital.
Sin embargo, quienes llegan en busca de dignidad son con frecuencia recibidos con desconfianza, hostilidad o indiferencia. La xenofobia y la exclusión, disfrazadas de preocupaciones legítimas, se instalan silenciosamente en los discursos públicos, en los medios, y también —lo que es más preocupante— en nuestras conciencias.
Una institución humanista no puede quedar impasible ante esta realidad. Debe rechazar todo relato que convierta al Otro en amenaza, al migrante en sospechoso, al distinto en prescindible. El desplazamiento humano, por forzado que sea, no borra la dignidad de quien lo vive. Muy por el contrario: la hace más visible, más urgente, más ética.
Inspirarse en pensadores como Lévinas o Bauman no es un lujo académico, sino una necesidad moral. El rostro del Otro —el que llega, el que huye, el que habla otro idioma— nos interpela no con palabras, sino con su sola presencia. Allí donde las instituciones fallan, donde las políticas excluyen y donde el discurso se endurece, nuestra humanidad está a prueba.
El problema no es la migración: es el miedo. Es la incapacidad de nuestras sociedades para integrar la diferencia sin convertirla en amenaza. Cuando el espacio público se polariza, cuando el discurso político renuncia a la complejidad, el migrante se convierte en chivo expiatorio. Su precariedad se convierte en excusa para nuestra inacción.
Integrar no es asimilar. No se trata de exigir que el Otro renuncie a su historia, su lengua o su identidad para ser aceptado. Tampoco se trata de una tolerancia pasiva. Se trata de construir marcos éticos, jurídicos y simbólicos donde quepan múltiples formas de vida, múltiples memorias, múltiples formas de pertenencia. Eso es ciudadanía intercultural.
Pero esta tarea no puede ser delegada solo al Estado o a las organizaciones sociales. Nos concierne a todos. Cada vez que repetimos un estereotipo, cada vez que compartimos un mensaje que deshumaniza, cada vez que permanecemos en silencio ante una injusticia, debilitamos el tejido común que da sentido a la palabra comunidad.
La migración no es el problema. Es el espejo. Nos obliga a mirarnos y preguntarnos qué tipo de sociedad estamos construyendo, qué valores nos guían y hasta dónde llega nuestro compromiso con la dignidad humana. El desafío es claro: dejar de ver al migrante como una amenaza y comenzar a reconocerlo como parte de nosotros, como un rostro concreto que reclama respeto, justicia y pertenencia.
Porque no es posible hablar de democracia si una parte de la población vive en la sombra. No es posible hablar de justicia si no estamos dispuestos a vernos reflejados en quienes llegan. Y no es posible hablar de convivencia si seguimos pensando que el Otro es siempre el que debe cambiar.
Fernando Toledo M.
Académico Universidad del Bío-Bío