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¿Cuánto puede durar un cambio de conducta positiva gatillado por una catástrofe? No es simple conocer las respuestas a esta interrogante y probablemente habría que realizar diferentes estudios de comportamiento y análisis de la idiosincrasia de un pueblo para llegar a una conclusión.
Lo que sí se sabe es que hubo ciertos cambios de actitud, de rutinas y aprendizajes después de emergencias como el terremoto de 2010, o los mega incendios forestales de 2017 y 2023, que se mantuvieron un tiempo, pero que paulatinamente fueron debilitándose e incluso desapareciendo y hoy solo unos pocos los mantienen.
La solidaridad entre vecinos, la relación de proximidad entre las personas, forzada o voluntaria, en la mayoría de los casos ya no existe; se volvió al individualismo y a la vida centrada en un círculo íntimo y cerrado, afectando negativamente un capital social que siempre emerge de las catástrofes y que puede ser muy valioso no solo en situaciones de emergencia, sino porque potenciar los lazos de confianza y relaciones comunitarias son muy deseables y sanos para la vida social.
En materia de prevención, pareciera que algunos aprendieron la lección, pero muchos otros ya olvidaron todas las recomendaciones. En lo cotidiano, por ejemplo, estacionar siempre en forma de salida, por ejemplo, era una de las medidas simples y fáciles de adoptar después del terremoto de 2010, pero que ya pocos aplican. Lo mismo ocurre con otras conductas, como siempre visualizar las salidas de emergencia cuando se asiste a un lugar desconocido y de afluencia de público, tener un stock de alimentos no perecibles, linternas con pilas cargadas y agua en caso de corte del suministro.
En materia institucional los avances son más lentos de lo deseado. Existen algunos progresos que deben ser reconocidos, como la creación del Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred) que reemplazó a la cuestionada Onemi, y los cambios que se aplicaron a las normativas de construcción y telecomunicaciones. Pero otras modificaciones legales, que involucran a las propias comunas, como son los planes para la reducción de desastres y los planes comunales de emergencia, son casi letra muerta.
En Ñuble solo Pemuco y Chillán -que recibió la aprobación el pasado lunes- tienen acreditados sus programas de acuerdo a la nueva normativa sobre prevención y gestión de catástrofes naturales y antrópicas.
En una zona como la nuestra, siempre expuesta a catástrofes naturales y después de una década en que ha sufrido emergencias devastadoras de la historia, se podría pensar que los aprendizajes hubiesen sido mucho mayores, en la institucionalidad, pero sobre todo en la ciudadanía, lo que lamentablemente no ha ocurrido, como lo demostró la Encuesta de Percepción y Preparación ante procesos de riesgo de desastres en Ñuble, que realizó el Centro de Estudios Ñuble de la UBB, donde solo un 20% de los hogares reconoció tener algún tipo de plan ante una emergencia.
La educación constante de las medidas de prevención y sobre todo la responsabilidad individual para hacer de la previsión efectiva un comportamiento habitual que debe traspasarse a las generaciones futuras serán la clave para que en cualquier momento -en 20 o 60 años, o quizás mañana- quienes vivan una nueva catástrofe tengan incorporada en su rutina esas conductas positivas que no deben desaparecer a medida que el tiempo comienza a oscurecer los recuerdos de un terremoto o un megaincendio.