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De todas las situaciones excepcionales que afectan hoy al planeta, ninguna resulta tan amenazante como los efectos que impone el cambio climático y el calentamiento global. Es un desafío que no reconoce fronteras, que está generando daños en la producción alimentaria y fenómenos naturales cada vez más extremos.
De hecho, Chile es uno de los países más afectados por el avance del desierto, la degradación de las tierras y la sequía, a un nivel solo comparable al de los países de África Sub-Sahariana. Según el Centro de Información de Recursos Naturales (Ciren), la degradación de suelos que afecta a nuestro país, se debe en gran medida a la erosión generada, entre otras, por las actividades humanas asociadas a prácticas agrícolas inadecuadas.
De esta manera, el cuestionamiento de cómo hacemos las cosas para la agricultura, cobra especial importancia. La pérdida de suelo fértil, elemento esencial y la base para un sistema silvoagropecuario productivo, ha provocado una preocupante disminución de un 32% de la productividad agrícola, en 10 años.
En varios sectores del país, incluida la zona centro-sur, la producción hortofrutícola ya se ve altamente afectada debido a la erosión del suelo y la sequía, fenómenos que han sido exacerbados por la sobreexplotación de los ecosistemas. Estos factores, acompañados de los cambios en el clima, están llevando a que las plantaciones frutícolas se extiendan hacia las regiones del sur, tradicionalmente ganaderas.
Siguiendo a los especialistas, lo primero que hay que tener en cuenta es que la adaptación al cambio climático debe abordarse con un enfoque integral, vinculando diferentes áreas del conocimiento para moderar los impactos negativos de este fenómeno y aprovechar los aspectos que pueden ser beneficiosos, reduciendo así el riesgo mediante medidas específicas en distintos ámbitos y sectores productivos.
En Ñuble hay enfoques adecuados y movilizadores para encarar el desafío ambiental. En instituciones como la Universidad de Concepción, por ejemplo, han desarrollado líneas de investigación en esta materia, pero falta aún incorporar a otras entidades, sobre todo privadas, para lograr un abordaje intersectorial que cree un marco de referencia para toda la matriz económica de este territorio, incluyendo el agua, la biodiversidad, energía, infraestructura y la demanda urbana y rural.
Por eso, es de suma importancia que el país se cuestione qué tipo de “potencia agroalimentaria” quiere ser. ¿En el afán del crecimiento económico, queremos fomentar prácticas agrícolas netamente extractivas, que no se preocupan de la renovación, sino que sólo de la maximización económica a corto plazo? ¿O buscamos que Chile se destaque como una potencia agroalimentaria que cuenta con un sistema de producción preocupado por la renovación de los suelos, reforestación y un uso altamente eficiente de la energía y el agua?
De la respuesta a estas preguntas dependerá la sustentabilidad futura de nuestra agricultura y su posibilidad de proyectarse positivamente a las futuras generaciones.