Una manera de comprender la actual crisis de confianza que sufre la política nacional es observar su sentido desde dos puntos de vista básicos, distintos y opuestos: la confrontación y el desarrollo. Podríamos decir que cada una de estas visiones y formas de hacer política encarna distintas visiones del mundo e incluso distintas posiciones existenciales. La primera centra su mirada en el adversario o en los muchos adversarios que necesita recrear constantemente para alimentar su estructura de sentido. La tarea es enfrentarlos y vencerlos.
La segunda, en cambio, cree que su misión es implementar el desarrollo necesario y tiene como tarea organizar situaciones para que la mayor parte de las personas disfruten de lo mejor que el talento organizativo permite alcanzar. En la política de la confrontación los recursos se ponen a disposición de la batalla por el poder, mientras que en la política de desarrollo el talento está puesto al servicio de la creación de nuevas realidades.
En la política de confrontación el poder es el verbo central, un poder cuyo sentido está resumido en sí mismo y en su auto reproducción. En la política de desarrollo se trata, en cambio, de intentar ocupar el lugar del poder porque es desde allí que se organiza la sociedad. Si hay confrontación, es secundaria, el fin es la producción de nuevas realidades, mejorar la vida concreta de las personas, generar oportunidades para todos y todas.
Lamentablemente, hoy en nuestro país vemos muchas de la primera, expresada en reiteradas zancadillas políticas y juegos de palabras (pobres palabras) que soslayan las tareas de mayor importancia que debe acometer nuestro país. Dicen A y salen con B. Las reformas son abortadas prematuramente y si llegan a aprobarse serán “en la medida de lo posible”, es decir, con las condiciones que los grupos de interés -que controlan a los partidos políticos y al Congreso- permitan. Se acuerda algo en la Cámara de Diputados y se cambia en el Senado o viceversa, y se negocia a espaldas, en muchos casos, de la ciudadanía.
Pero Chile necesita todo lo contrario, y que la energía que se ha destinado a la confrontación y a alimentar las divisiones sea puesta en función del desarrollo y por lo mismo, requiere de líderes políticos que encarnen una mirada propositiva y futurista. Una visión de Estado que sea independiente del ciclo político y que ofrezca al país una hoja de ruta para el largo plazo.
Las dificultades que hoy enfrenta nuestro país, a no dudarlo, solo serán superadas al cabo de un ejercicio sistemático de estudio y discusión que dé paso a políticas con visión de Estado que no se agoten en períodos presidenciales de 4 años. Es célebre la máxima que señala que “la diferencia entre un político y un estadista es que el político piensa en la próxima elección, y el estadista piensa en la próxima generación”.
Quienes así lo hagan, del sector político que sean, deberían tener muchas más oportunidades de elevar su imagen pública y lograr adhesión ciudadana que quienes prefieran alimentar las divisiones y alentar una política de confrontación.