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Hacía tiempo que las fibras más sensibles del país no vibraban sin distinción de clases y hasta de banderas políticas, por la muerte de uno de sus políticos. Es difícil encontrar a alguien, incluso entre quienes combatieron a Sebastián Piñera por su política y hasta por su personalidad, que pueda sentirse al margen de aquel sentimiento. ¿Qué explica tal fenómeno colectivo en la despedida definitiva de un hombre público?
¿Qué inspira el imaginario popular que hoy se traduce en el adiós conmovido de sus compatriotas?
Obviamente, su repentino y trágico deceso contribuye a una alta empatía y emoción ciudadana. También sería imperdonable que ante un acontecimiento de esta naturaleza solo se pusiera la atención en las formalidades del duelo nacional y el funeral de Estado para quien fuera presidente de Chile en dos oportunidades (2010-2014 y 2018-2022). La repercusión que su muerte ha tenido más allá de las fronteras nacionales debe despertar el interés por determinar qué valores han trascendido en la conciencia general sobre su trayectoria.
En un juicio honesto, nada debería corregirse del espíritu crítico con el que se han juzgado algunos controvertidos episodios de su vida política y empresarial, como el caso del Banco de Talca, el “Kiotazo” (con la famosa grabación sobre Evelyn Matthei), el caso “Chispas”, la compra de acciones de LAN o su patrimonio en paraísos fiscales.
Pero lo concreto es que, tras su partida, el legado de Sebastián Piñera ha comenzado a agrandarse en el ánimo ciudadano, cobrando mayor relevancia su rechazo a la dictadura de Pinochet y el activo rol que tuvo en el comando del NO para el plebiscito de 1988, lo mismo que el hito de convertirse en el primer candidato de centro-derecha en llegar al poder desde Jorge Alessandri en 1958, y luego la reconstrucción tras el terremoto y tsunami de 2010, el rescate de los mineros y el manejo de la pandemia. En el caso de Ñuble, su legado está asociado a la instalación de la nueva región y su estructura político-administrativa, a partir de 2018.
El ex mandatario era un convencido de que el libre mercado y el crecimiento económico eran la clave para mejorar la calidad de vida de las personas y lograr el desarrollo y la paz cívica, aunque su segunda administración se vio marcada por el estallido social originado en las desigualdades del modelo en que siempre creyó.
En todo caso, como bien reconocen sus partidarios, igual que muchos de sus detractores y analistas políticos, Piñera nunca fue un ultraliberal dispuesto a descabezar al Estado, y la gran lección que nos deja es que los países que progresan se sustentan en gobiernos responsables, coaliciones ordenadas bajo un objetivo común y sobre todo, voluntad de diálogo y capacidad para llegar a acuerdos.
En efecto, en la mayoría de esos ítemes, la imagen de Piñera, con todos los defectos que pudieran con razón imputársele, está asociada a un carácter que se añora por estos días: elevarse por sobre las pasiones de la ideología o de la coyuntura y apostar por el diálogo político y los consensos.
Por eso, el mejor homenaje a Sebastián Piñera que pueden hacer todos los sectores políticos que hoy dicen valorar esas virtudes, debería ser transitar por el camino del diálogo y la búsqueda de acuerdos. La política es el arte de la negociación. No se puede gobernar ni ser oposición de espaldas a esa realidad.