La circunstancia de que más de siete millones de chilenos y chilenas reciban ayudas o subsidios de diversa denominación impone un llamado a la reflexión, no solo por la calidad y alcance de las políticas sociales que están detrás de esas transferencias, sino también por los efectos distorsivos que produce y cuya principal afectada han sido la vieja y olvidada cultura del trabajo y del esfuerzo.
Resulta notorio el cambio en las reclamaciones de los sectores más vulnerables, donde la antigua demanda de trabajo ha sido desplazada paulatinamente por la exigencia de planes asistencialistas. La evolución de los beneficiarios es elocuente: si en diciembre de 2001 su número rondaba el 5% de la población económicamente activa, actualmente asciende al 25%.
Sin perjuicio de la imperiosa necesidad de cubrir de la manera más urgente posible las necesidades primarias de los sectores más desposeídos de nuestra sociedad -especialmente a las personas mayores- es evidente la naturaleza precaria de estos instrumentos de política social.
La protección social en Chile está basada en dos principios clásicos: el asistencialismo en las políticas micro (las dirigidas directamente a los beneficiarios) y la elección de la población beneficiaria según características intrínsecas y, por tanto, prácticamente invariables. Ambos resultan tan obsoletos como ineficaces e ineficientes. Y, con seguridad, la población chilena siente la falta de amparo y defensa de derechos que esto representa.
El asistencialismo, genera dependencia de los beneficiarios del sistema, aumenta su número y encarece los recursos; además, estos beneficiarios deben conocer y demandar las ayudas, lo que obliga a crear y mantener dispositivos “de espera” para gestionarlas y administrarlas, dificultándose significativamente el trabajo social.
Por otra parte, la elección de los usuarios de los servicios de protección social según características intrínsecas (menores, mujeres, discapacitados, personas mayores, minorías étnicas, inmigrantes) que deben caracterizar a los servicios especializados y, por tanto, subsidiarios de los servicios sociales generales, produce prácticas que los expertos definen como “doblaje social y estigmatización peligrosas y enormemente ineficientes”, ya que se fundamenta la intervención social sobre condiciones invariables, consolidando la idea de que un usuario o usuaria de los servicios sociales siempre será dependiente de ayudas, puesto que reúne condiciones personales que lo definen y automarginan.
El pesimismo que acusan las encuestas y la ausencia de perspectivas de progreso social, no alientan la canalización de ahorros hacia nuevos emprendimientos, y en la medida en que ello no cambie, persistirá el asistencialismo, al menos mientras la situación fiscal lo permita.
Tal como coinciden las teorías económicas clásicas, distribución y riqueza están unidas desde su génesis. Por lo tanto, además de la implementación de un nuevo y potente sistema público de servicios sociales en Chile, ya es tiempo de que recreemos la cultura del esfuerzo, única manera de volver a centrar en el trabajo gran parte de nuestra realización como personas y como país.