Señor Director:
En aquellos años, a la casa materna en mi querido barrio Villa Alegre, llegaba la parentela campesina del secano costero para hacer un alto en los trajines que la hacía viajar obligadamente al pueblo en sus lentas carretas de bueyes sin apuro. Las noches de inviernos eran largas y mi madre conversadora insigne y de quehaceres largos mantenía despiertos a los alojados que junto al brasero luchaban con los bostezos después de la puesta temprana del sol. ¿Cómo ha estado la siembra Juan? “Perfestamente mala tía, la helá, la helá fue la que nos fregó”.
La anfitriona perfecta recibía con agrado a esa parentela que no era suya, pero que hacía propia a cambio de nada, compartía con agrado todo lo que no sin esfuerzo estaba sobre la mesa y dejaba abierta la puerta de su casa sin extrañar a nadie que partía y sin negarle el calor a nadie que llegara.
En fin, amable lectora, amable lector “tiempos aquellos, yo un espantapájaros y ella una joven pálida y sombría”; sin duda las distancias se acortan tanto como las noches y ya nadie bosteza alrededor del fuego; pero no sé por qué algo de lo que al pasar leo, veo o escucho me hace volver al recuerdo inolvidable de la respuesta del pariente Juan “perfestamente mala tía”.
Mi santa madre, consoladora de afligidos, al igual que en su hogar, siempre habría una puerta a la esperanza: Pero Juan, no pierda la fe, las siembras de primavera sin duda serán mejores. Claro tía, siempre que la “helá” de todos los santos no nos amargue el pepino.
En fin, digo, de vez en cuando la peste de la nostalgia me hace evocar esos inviernos de las noches largas, las conversaciones alrededor de la fogata de cuya luz brotaba la esperanza.
Miguel Gaete de la Fuente