Share This Article
En las últimas décadas, en Chile se han “sacrificado” vastas extensiones de suelo con aptitud agrícola como consecuencia del crecimiento urbano y del desarrollo forestal, pero también debido a otros fenómenos más recientes, como la proliferación de las llamadas “parcelas de agrado” y la irrupción de los parques fotovoltaicos.
El cambio de uso ha significado destinar suelos agrícolas clase 1, 2 ó 3 a fines no agrícolas, como consecuencia de decisiones administrativas que no han respondido a una planificación territorial que persiga el bien común, sino más bien a la solicitud de personas y empresas que persiguen fines particulares.
De esta manera, ha sido el mercado el que ha respondido, en términos generales, la pregunta sobre el destino de los territorios, a partir de una ecuación de rentabilidad, donde el auge de las parcelaciones ha presionado el valor del suelo rural a un nivel en que es más rentable lotear que plantar un huerto de frutales.
En el caso de Ñuble, por muchos años fue más rentable cubrir con plantaciones forestales grandes extensiones de la cuenca del Diguillín que sembrar remolacha, en gran medida gracias al fomento forestal que por 40 años entregó el Estado, lo que se ve como un despropósito luego de la construcción del canal Laja-Diguillín, que llevó agua a zonas de secano.
Con el avance de los frutales hacia el Sur, Ñuble ha experimentado un rápido crecimiento de este rubro en cuanto a superficie, lo que también ha elevado valor del suelo, aunque siguen siendo números atractivos para los inversionistas en generación fotovoltaica y naturalmente, para los desarrolladores inmobiliarios.
Y es que la ausencia de una mirada estratégica plasmada en instrumentos de planificación territorial, ha despejado el camino para que el mercado determinara que era mejor construir casas o parques solares en suelos agrícolas, lo que resulta paradójico en una región con vocación agrícola, que aspira a ser potencia agroalimentaria y cuyas esperanzas de crecimiento se sustentan en el desarrollo de este sector.
Esta fuerte presión por el uso del suelo no solo ha generado problemas de convivencia de los nuevos vecinos con las actividades agropecuarias, por ejemplo, debido a las emisiones de olores, sino que también, está poniendo en grave riesgo la viabilidad de algunos rubros tradicionales del agro, que vienen enfrentando por largo tiempo una crisis de competitividad.
Este escenario, sin duda, debe ser interpretado como una señal de alerta para la seguridad y la soberanía alimentaria del país, que cada día se hace más dependiente de la importación de alimentos de la dieta básica, principalmente cereales, legumbres, carnes y lácteos, lo que, en definitiva, nos hace mucho más vulnerables frente a factores externos, como guerras, sequías y crisis de stock a nivel internacional.
Es imperativo, por tanto, contar con un Plan regional de ordenamiento territorial que dé cuenta de los lineamientos de la Estrategia regional de desarrollo, una tarea en la que el Gobierno Regional tiene un rol clave, liderando y convocando un proceso participativo que permita crecer de manera sustentable, equilibrando las distintas demandas con los principios de seguridad y soberanía alimentarias.