La desconfianza generalizada que actualmente existe no es gratuita, pues han sido los mismos partidos los que han dado sustento a la sensación de que todos, sin excepción, operan en favor de intereses particulares y no del bien común, y por lo mismo es mejor declararse apartidista. Es un discurso entendible, pero ello no le quita lo peligroso al asunto, pues los partidos son esenciales para el desarrollo democrático. Su función de comunicación, canalización y expresión en la vida política de una sociedad es insustituible, nos guste o no.
Los partidos políticos son las instituciones con mayor rechazo por parte de la ciudadanía. Apenas un 2% en la última encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP), y también la peor calificación en la última encuesta Cadem (4%).
Están desprestigiados, no albergan proyectos políticos colectivos convocantes, no están insertos en el también débil tejido asociativo de nuestra sociedad y sus dirigentes han concentrado cada vez mayor poder en desmedro de sus militantes. Su financiamiento no es transparente, no cumplen una función social pedagógica y están al debe como formadores de nuevas generaciones.
Un 86% de los encuestados declaró no encontrar “ninguna virtud” en las colectividades alejándose por más de 40 puntos de las siguientes opciones. Mientras, en cuanto a los defectos un 91% cree que solo privilegian sus intereses, un 82% encuentra que están muy divididos en grupos al interior, y un 95% cree que no representan los intereses de la gente. Ante la pregunta de cómo votan los diputados y senadores, se muestra una clara preferencia porque lo hagan de acuerdo a sus preferencias más que a los intereses del partido. Además, los partidos políticos figuran como la institución que más percepción de corrupción recibe.
En cuanto a confianza de las instituciones las agrupaciones políticas están en el último lugar. Igualmente, este y otros estudios revelan que el desprestigio de la política actual no tiene tanto que ver con que la ciudadanía no piense como tal o cual político, sino que está más relacionado con el fastidio por la disociación entre lo que dicen y finalmente hacen.
Ello demuestra que el culto a la imagen y a las estrategias de marketing solo han sido capaces de armar una cáscara con los aspectos más superficiales de la relación entre representantes y representados, y eso la ciudadanía lo advierte y castiga con la consiguiente devaluación de las expectativas existentes sobre aquéllos.
Para recobrar la confianza en la política se necesitan actos decididos por parte de los partidos, los ciudadanos y el Estado. Los partidos tienen que ser proactivos y exponer públicamente, e incluso expulsar si fuese necesario, a quienes hayan incurrido en actos ilegales o que vayan en contra de la ética. Ello, sin esperar la acción de los tribunales o de algún ente regulador externo.
Luego, los ciudadanos deben entender que la desconfianza ontológica y la falta de compromiso cívico -aquello que los griegos llamaban idiotez-, abren la puerta a la corrupción. Por último, la autorregulación no es suficiente, razón por la cual el Estado debe establecer mecanismos que garanticen la transparencia.
La desconfianza generalizada que actualmente existe no es gratuita, pues han sido los mismos partidos los que han dado sustento a la sensación de que todos, sin excepción, operan en favor de intereses particulares y no del bien común, y por lo mismo es mejor declararse apartidista.
Es un discurso común en estos días e incluso entendible, pero ello no le quita lo burdo y peligroso al asunto, pues los partidos son esenciales para el desarrollo democrático.
Su función de comunicación, canalización y expresión en la vida política de una sociedad es insustituible, nos guste o no.