Nunca antes en la historia de Chile los partidos políticos estuvieron tan desprestigiados: no albergan proyectos políticos colectivos convocantes, no están insertos en el también débil tejido asociativo de nuestra sociedad y sus dirigentes han concentrado cada vez mayor poder por la vía de relaciones clientelares con su militancia. Su financiamiento no es transparente, no cumplen una función social pedagógica y están al debe como formadores de nuevas generaciones.
Con tal inventario de defectos, a nadie sorprende su baja calificación entre la ciudadanía y menos la baja militancia que poseen: 2,8% a nivel país y 2,3% a nivel regional, según dio a conocer esta semana el Servicio Electoral.
En la última encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP) aparecen en el último lugar de percepción de confianza, con apenas un 3%, convirtiéndola en la institución política con mayor rechazo por parte de la ciudadanía chilena. Una amplia mayoría (86%) no encuentra en ellos ninguna virtud, cree que solo privilegian sus intereses y no los de la gente que representan. Ante la pregunta de cómo deben actuar diputados y senadores, se muestra una clara preferencia (70%) por llegar a acuerdos en los temas que más le importan a la gente: seguridad, migrantes, reactivación económica y pensiones.
Igualmente, éste y otros estudios revelan que el desprestigio de la política actual no tiene tanto que ver con que la ciudadanía no piense como tal o cual político, sino que está más relacionado con el fastidio por la disociación entre su discurso, lo que dicen y finalmente hacen.
Lo anterior demuestra que el culto a la imagen solo es capaz de armar una cáscara con los aspectos más superficiales y oportunistas de la relación entre representante y representados, y eso la ciudadanía lo está empezando a advertir, con la consiguiente devaluación en las expectativas, de manera muy clara en las encuestas, no así en las elecciones, donde decenas de políticos corruptos han sido reelectos o aspiran a hacerlo. Si los partidos quieren recuperar algo de su prestigio, deberían ser mucho más proactivos y exponer públicamente, e incluso expulsar si fuese necesario, a quienes hayan incurrido en actos ilegales o que vayan en contra de la ética. Ello, sin esperar la acción de los tribunales o de algún ente regulador externo. En lo posible debe hacerse por la vía de un proceso claro y definitivo. La ambigüedad permanente que vemos en diferentes tiendas políticas acentúa la sospecha.
Luego, los ciudadanos deben entender que la desconfianza ontológica, la falta de compromiso cívico, la ignorancia y la apatía -aquello que los griegos llamaban idiotez-, abren la puerta a la corrupción.
La desconfianza generalizada que actualmente existe no es gratuita, pues han sido los mismos partidos los que han dado sustento a la sensación de que todos, sin excepción, son ladrones o sinvergüenzas y que es mejor declararse apartidista.
Es un discurso común en estos días, incluso entendible frente al caso Fundaciones o al desfile de alcaldes de derecha acusados de fraudes millonarios. Pero ello no le quita lo burdo y peligroso al asunto. Los partidos políticos son esenciales para el desarrollo democrático. Su función de comunicación, canalización y expresión en la vida política de la sociedad chilena es insustituible. Nos guste o no