La curva de la pandemia nos ha obligado a experimentar una serie de situaciones que ni el más avezado de los autores de ficción hubiera previsto. Un país entero confinado, sometido a una suerte de presidio cuyo gendarme es un microscópico pero letal virus, tuvo que cambiar sus hábitos y sus prioridades. Ahora, estamos compitiendo en una carrera de supervivencia, haciéndoles frente a graves dificultades económicas sin tener un panorama definido, y lo que pudiera ser un espacio de esparcimiento y un mecanismo de descompresión de la angustia que nos embarga, como sería la vida cultural, también está en suspenso.
Ciertamente, se pueden hallar aspectos positivos de esta crisis, como con nuevos formatos y un supuesto mayor alcance a través de las plataformas digitales y tecnologías de información y comunicación, pero la dura realidad es que sus protagonistas han sido los más golpeados, profundizando su precariedad.
Lamentablemente, en el sector cultural la desprotección social es moneda común. De hecho, trabajar sin contrato, no tener seguro de cesantía ni acceso garantizado a la salud, ni a una jubilación digna, es normal para el grueso de los artistas, sobre todo aquellos que se desempeñan en regiones pequeñas como la nuestra, donde el aporte estatal es clave.
Sin embargo, hasta ahora, la respuesta del Gobierno ha sido raquítica en comparación a otras actividades. Concursen y si no, arréglenselas como puedan es -en resumen- la realidad de un sector que encabezó la lista de los recortes presupuestarios por la pandemia.
Si bien la música, el teatro, la pintura, la danza y las demás disciplinas no son la vacuna contra el Covid-19, es precisamente ahora cuando más necesitamos de ellas, ya que es el mejor antídoto contra el virus de la soledad, la tristeza y el aburrimiento.
Algo que hace tan solo seis meses era normal, como ir a una función de cine o algún espectáculo en el Teatro Municipal, hoy es imposible. Es entendible que, en aras de proteger la salud de los ciudadanos, se impongan estrictas medidas sanitarias; aunque ello no significa ni justifica llevar a la ruina a todo un sector fundamental de la sociedad y de la economía. El valor tangible de la cultura es inconmensurable; pero aún mayor es el aporte intangible que hace a la vida de nuestra sociedad.
Pero se necesita mucho más. El Gobierno –nacional y regional- y los municipios tienen la responsabilidad de evitar un terremoto cultural. Mucho esfuerzo ha costado mantener y rescatar tradiciones, al igual que fomentar nuevas formas de expresión, como para dejarlas a la deriva.
Ojala esta pandemia nos enseñe a democratizar la cultura, a hacerla accesible, comprensible y abierta para todos, pero también visibilizando y entendiendo, como sociedad, que el arte no es un servicio gratuito que se brinda solo para entretener a la gente, sino que es una labor mucho más profunda que se inserta en diversos campos, que van desde la investigación, el conocimiento y la economía, hasta el alivio de nuestros más complejos traumas sociales.