Los grupos cambian de nombre, las personas se repiten. El destino del sistema político, económico y social está dominado por una elite que en su bitácora acumula miles de horas de exposición pública. Cada cierto tiempo se baraja el naipe, pero se repiten los palos y el valor de las cartas. La mayoría, como ocurre con la mitología griega del ave Fénix, son de larga vida y renacen con fuerza desde sus propias cenizas.
La oportunidad de conformar la Convención Constituyente ha dado fuerza a la conformación de diversos grupos que se declaran independientes e incondicionales con las demandas ciudadanas. A poco andar y conocida la conformación de los nuevos grupos, los nombres empiezan a resultar familiares para la población. La mayoría han estado participando en el juego de las sillas musicales o han estado en una posición de privilegio en la fila de los interesados por participar. La autoridad moral y meritocrática con la que se sienten investidos les garantiza una posición en la lista de los jugadores titulares o de las reservas que demanda la actual estructura de participación ciudadana. Desde el punto de vista de los privilegios, el 1% ha capturado el destino del 99% de la población.
En este ambiente, los resultados son archiconocidos. En tiempos de acierto, el 99% de los beneficios lo captura el 1% de los jugadores convocados; en épocas de desaciertos, el 99% del costo lo paga el 99% de la población. Dicha realidad, viralizada en las redes sociales, son fuente de conflicto permanente.
Han existido varios intentos por terminar con esta práctica. El más usual ha sido la inhabilidad para la movilidad laboral intra e intersectorial de los organismos del Estado. La afectación al derecho a la libertad de trabajo que amparan las postas que realizan los grupos de influencia, se han transformado en los principales escollos para erradicar la famosa y archiconocida silla musical, patrimonio de la nación.
¿Cómo terminar con esta cultura? Primero, hacer entender a la población que quienes tienen mayor cobertura en los medios de comunicación no necesariamente son los buenos ni los más capaces; segundo, promover la formación cívica y una mayor predisposición de la comunidad para hacer carne su participación en el devenir de su entorno de influencia (fortalecer la institucionalidad de las Juntas de Vecinos, por ejemplo); tercero, otorgar mayor autonomía a los municipios (gobiernos locales) y, cuarto, promover observatorios ciudadanos para el control y validación social de los actos de instituciones y servidores encargados de ejecutar la política pública.
En este sentido, sería bueno que los miembros de la Convención Constituyente conocieran el modelo de participación ciudadana de Islandia. En la ciudad de Reykjavik, la mitad de la población está registrada en plataformas de participación ciudadana, con un 20% de usuarios activos. Cada final de mes, el alcalde puede tomar las mejores ideas de soluciones a los problemas, proponiendo públicamente su implementación como normativa de ley. Con ello, se garantiza el compromiso ciudadano de participar en soluciones reales en beneficio de su comunidad, logrando avances importantes hacia el progreso, la justicia, la dignidad y la paz social.