Hace exactamente un año, la Organización Mundial de la Salud anunciaba oficialmente el milagro de la ciencia. En una carrera sin precedentes, científicos de China, Rusia, Inglaterra, Estados Unidos y hasta Cuba produjeron vacunas que prometían el fin de la pesadilla. Lo que antes tomaba diez años, tomo uno. Se vislumbraba así un destello de luz al final de este largo y oscuro túnel. Luego, al ingenio de la ciencia sucedió la fiebre por el abastecimiento de vacunas, consecuencia de tener que inocular en el menor tiempo posible a más de 5 mil millones de personas. En esa batalla, como en todas, salieron triunfantes los más ricos. Y eso hasta el día de hoy en que hay naciones donde abundan las vacunas, y en otras prácticamente no existen.
Y cuando a pesar de esa disparidad de vacunas se creía que con restricciones a los viajeros procedentes de los países no vacunados y el tiempo, la humanidad superaría el escollo, aparecieron las variantes; las última ha sido Ómicron, una de las formas virales más contagiosas de la historia reciente. Ya se compara con el sarampión, que, como se sabe, puede llegar a afectar hasta a 18 personas a partir de un solo infectado.
Con la aparición de Ómicron ha quedado claro que el post covid es un escenario poco probable y que la economía y la sociedad van a tener que vivir una nueva realidad en la cual estarán presentes de forma permanente las mascarillas, la vacunación periódica, las restricciones de viajes, y el trabajo en casa, entre muchos otros comportamientos que hasta marzo de 2020 desconocíamos.
La lección parece ser que todo esfuerzo por volver a la normalidad que conocíamos tiene su castigo y que si continuamos con el mismo modelo económico para el manejo de esta amenaza viviremos en un mundo cíclico de expansiones y contracciones, en la medida en que una cada nueva mutación trae consigo un castigo a la actividad económica.
¿Será que el Estado chileno puede seguir implementando las mismas estrategias de gasto público para mitigar el impacto? La respuesta es no. De hecho, ya hemos visto las consecuencias del alto gasto público que se usó como herramienta para neutralizar el impacto de la crisis, en altas tasas de inflación en todos los países.
Esto es cierto en Estados Unidos, que está viviendo la más grande ola inflacionaria en décadas y lo es en Chile, que cerró 2021 con una inflación interanual del 7,2 %, la mayor en 14 años, y ha elevado sucesivamente las tasas de interés para controlar el fenómeno.
Todos saben que inflación y altas tasas de interés traerán en el mediano plazo más inequidad y más desempleo, borrando los esfuerzos de estabilidad social que llevaron a ese gasto público. Por eso, uno de los mayores retos del próximo Gobierno será cómo contrarrestar el impacto económico de la pandemia por vías diferente al gasto público que deberá mantener para no alterar el humor social, y donde el surgimiento de miles de emprendimientos, en esta difícil coyuntura, arroja algunas luces de por dónde puede ir la solución al problema.