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Las intensas precipitaciones vuelven a tener en vilo a los chilenos, expectantes por los efectos que, dada nuestra historia, no son difíciles de anticipar. Y es que no estamos preparados para las inclemencias climáticas. No lo estábamos hace veinte años -cuando llovía mucho más- y no lo estamos ahora. Los ríos atmosféricos se han transformado en un concepto de uso corriente y, sin embargo, no hemos aprendido sobre variables clave que nos hacen más vulnerables frente a episodios como el sistema frontal que azota a la zona centro sur del país.
Las ciudades siguen creciendo sin una adecuada planificación territorial o burlando las normativas de construcción y seguridad. Se alteran cauces, se ocupan lechos y se modifican cerros, se talan árboles de forma indiscriminada y las ciudades se impermeabilizan con cemento, lo que exige cada vez mayores inversiones en medidas de mitigación, por ejemplo, ampliando la capacidad de colectores.
Y a pesar de que muchos creen que se trata de un pronóstico lejano, el cambio climático ya comenzó, con precipitaciones más concentradas en cortos periodos, lo que aumenta la escorrentía, dado que la capacidad y velocidad de infiltración en el suelo es muy acotada ante un evento de 50 mm de lluvia en 24 horas, y con ello, crece el riesgo de desbordes de ríos y también de aludes o remociones en masa, una amenaza latente en laderas erosionadas, descubiertas de cobertura vegetal o intervenidas artificialmente. Si a eso se añaden los sistemas frontales cálidos o con isoterma muy alta, el resultado es que en la cordillera no nieva, sino que cae agua, la que en su rápido descenso arrastra nieve reciente y tierra, borrando a su paso caminos, viviendas, cultivos y animales.
A nivel institucional, si bien se han fortalecido los organismos de gestión de emergencias, con más presupuesto y un esfuerzo de coordinación estatal, ello no se ha traducido en una mejora sustantiva de la calidad y rapidez de la respuesta, en general, donde las excepciones están dadas por el activo rol de los municipios. Hoy, la coordinación sigue al debe, con un gobierno central que descansa en los gobiernos comunales, cuyas capacidades son siempre muy limitadas.
Hay, además, una deuda en materia de profesionalización de la gestión de emergencias, que a nivel municipal suele estar en manos de los encargados de otras áreas, una suerte de pariente lejano del que uno se acuerda en ocasiones especiales. Y así como también ocurre a nivel central, el factor político es el verdadero criterio de selección de las jefaturas.
La ciudadanía, a su vez, poco contribuye a reducir la vulnerabilidad: la acumulación de basura en canales, esteros y ríos grafica perfectamente la falta de conciencia de muchos, así como también las construcciones irregulares, la destrucción de humedales y la deforestación.
La educación para la prevención, entonces, cumple un papel clave en esta nueva realidad climática. Las devastadoras consecuencias del terremoto y tsunami de 2010 dejaron lecciones en la población y motivaron cambios en la institucionalidad, sin embargo, no ha ocurrido lo mismo en materia de emergencias climáticas, a pesar de la larga lista de tragedias por inundaciones y aluviones que recuerda el país.
Hoy, las nuevas tecnologías pueden ser aliadas en la gestión de emergencias, en el control de riesgos y daños, en la planificación territorial sustentable y en la educación para la prevención. Reconocer que somos vulnerables y que no estamos preparados para enfrentar emergencias climáticas es el primer paso para corregir y mejorar.