A la luz de lo ocurrido en estos diez años posteriores al terremoto y tsunami del 27 de febrero de 2010 se puede concluir que la resiliencia de la población es el principal activo para superar catástrofes, o dicho de otro modo, sigue siendo más eficiente que la capacidad de respuesta de las instituciones de seguridad frente a emergencias como ésta.
Asimismo, al repasar lo que ha hecho el Estado desde aquella fatídica madrugar es posible observar una asombrosa lentitud en el proceso de reconstrucción material y muchas lecciones aún sin aprender.
Frente a este desesperanzador diagnóstico, es mejor no preguntarse qué ocurriría hoy si se repitiera la catástrofe de 2010, porque lo más probable es que quedaría en evidencia que nuevamente la reacción institucional sería tardía, con las consecuencias ya conocidas.
Y es que pese al discurso modernizador levantado hace diez años, con propuestas en torno a la gestión de emergencias, con organismos más profesionales y con redes de comunicación más modernas, las transformaciones han sido más bien discretas, con presupuestos acotados y la ausencia de una política de Estado orientada a mejorar la prevención y mitigación de daños.
Por ejemplo, desde el punto de vista de la planificación urbana los mapas de riesgo cumplen un rol más referencial que vinculante, y las políticas que se definieron para reducir la vulnerabilidad de las construcciones, principalmente en zonas costeras, no se han ejecutado como corresponde y muchos proyectos no se han concretado.
En ese sentido, se puede afirmar que hoy la población está mucho más preparada para reaccionar a un terremoto o a un tsunami que las instituciones encargadas de la seguridad. Ello, pues si bien es improbable que se repitan los errores de las autoridades de la época -desde la Presidente Bachelet hacia abajo- que descartaron la ocurrencia de un tsunami, las debilidades de los sistemas de comunicación y las carencias en materia de profesionalización de la gestión de emergencias siguen haciendo de Chile un país altamente vulnerable a las consecuencias de desastres naturales.
En términos culturales, es indudable que hubo un aprendizaje, el que ha sido reforzado con simulacros de evacuación en distintas comunas del país, aunque siguen en la memoria las escenas de saqueos y ausencia de orden público tan similares a las del “estallido social” desatado el año pasado.
En el caso de la región de Ñuble, donde los daños no fueron tan devastadores como en otras zonas del país, resulta vergonzoso que recién en 2020 esté concluyendo el proceso de reconstrucción de viviendas y que sigan pendientes la reconstrucción de establecimientos educacionales, como el Liceo Industrial de Chillán o el Liceo de Yungay, donde una generación completa de alumnos cursó su enseñanza en contenedores.
Y para qué hablar de la cárcel de Chillán, donde la improvisación y la falta de voluntad política han sido factores determinantes para que aún no se pueda concretar su traslado fuera del centro, tal como lo comprometió el Presidente Piñera poco después del terremoto.
A diez años del 27F el país aún no cuenta con una institucionalidad moderna a cargo de la gestión de emergencias y la Onemi no es más que una entidad coordinadora de un sinnúmero de organismos del Estado; la planificación urbana sigue estando al debe, especialmente en el borde costero, y la reconstrucción continúa pendiente. A diez años de aquella fatídica madrugada son pocas las lecciones aprendidas y muchas las que resta por aprender.