Pese a nuestra incorporación, hace una década, al exclusivo grupo de países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), los males del subdesarrollo están lejos de abandonarnos. Y ello no es consecuencia solo de ausencia de capacidades intelectuales o económicas, ambas escasas, sino también de una mirada retrógrada y autosuficiente para analizar la realidad en que nos ha tocado vivir. Para muchos éstas son, precisamente, manifestaciones del subdesarrollo, que además vienen acompañadas de desafíos propios de la época, como cambios valóricos que ahondan las dificultades.
Una mirada así de somera bastaría para sostener que es nuestro destino y que ya es mucho lo que hemos hecho con lo poco que tenemos. Pero quedarnos con esa explicación sería profundizar la ineptitud, la pereza y el egoísmo que han frustrado oportunidades que se nos presentaron en el pasado.
Hoy se pretende culpar al contrincante político de todos los males. El objetivo no es resolver los problemas, sino conseguir poder, y seguir en lo mismo. Si se es de oposición, se desacreditan las iniciativas que impulsa el Gobierno, y si se es oficialista, la misma lógica aplica para todo lo que hizo la anterior administración.
Sin embargo, resulta evidente que estamos atrasados, que nuestra definición por el crecimiento ha sido sobrepasada. Por ejemplo, en la OCDE seguimos siendo el penúltimo país en materia de tributación, a pesar de la vilipendiada reforma que impulsó Bachelet. En cuanto a calidad de la educación, no estamos mucho mejor. Con un agravante, pues buena parte de los países desarrollados tienen a la educación como un compromiso del Estado, pero no como negocio. Y qué decir de la concentración de la riqueza y el centralismo endémico, que nos tienen liderando la OCDE, pero en negativo.
Algo está pasando que las cosas se confunden. La democracia parece haber sido entendida, después de la dictadura, como un sistema en que todo debe realizarse a través de acuerdos. Y si bien eso es lo deseable, no puede ser una imposición que trabe el avance del país. Sobre todo si se cree, por ejemplo, que el mercado tiene leyes insoslayables. La verdad es que hemos sido testigos de cómo un mercado sin regulaciones se transforma en la jungla. Y allí, sabemos, se impone el más fuerte.
Hemos sido testigos del cambio que trajo la globalización y de una profundización de los cambios valóricos. Aparecen nuevos paradigmas que tendrán que traer su propia estructura ética o profundizarán la ética que hemos conocido. Mientras tanto, nuevos desafíos ponen a prueba nuestra capacidad de reacción. Ya tenemos con nosotros el problema del envejecimiento de la población. La gran mayoría de nuestros viejos están expuestos a pensiones miserables y como se presentan las cosas hoy, el futuro post pandemia será aún más aterrador.