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Señor director:
Soy adulto mayor, enraizado en campos curicanos y ñublensinos, zona huasa. Toda mi vida he gozado la música nuestra. Apenas dar los primeros pasos ya tarareaba el “Ya me voy por esos campos y adiooós…” y mi abuela me reprendía al sorprenderme junto a su ropero, tratando de sacar la vieja guitarra (más grande que yo), con sus clavijas de palo, ”pa´ayudarle a cantar a Las Caracolito…”
Mi infancia transcurrió en melgas de maizales, silbando, tarareando Matecito de plata o El Tortillero. Adoraba eso. Me bailaba el corazón cuando en la Escuela Normal creamos un conjunto de huasos y recorrimos cantando casi todo Chile, desde Antofagasta a Punta Arenas. Hasta que comencé a educar niños campesinos, toda mi vida había sido música tradicional. Me sabía todo lo de Los 4 Huasos, Los Quincheros, Los Provincianos y tantos otros. Creía, escuchando a Los Guainas, que “como Chile no hay pa´gozar, pa´vivir, pa´reir, pa´cantar…” y por eso encontré raro cuando Hernán Arenas, de Silvia Infantas y Los Cóndores protestó diciendo que lo que cantaban Los 4 Cuartos y Las 4 Brujas “no era chileno, no era folklore”. Claro. No era lo tradicional que se cantaba, pero era hermoso y llegaba a todos. Recordando eso, luego de más de medio siglo, hay que aceptar que las brujitas con su “Ven acá, regalo mío”, o los “Parabienes al revés” – ambas de Violeta – y Los 4 cuartos con “Que bonita va”, o “Adiós Santiago querido” (por nombrar algunas) contribuyeron decididamente al desarrollo de nuestra música.
El problema radicó en que hasta la década de los 60 se consideraba como música tradicional chilena casi exclusivamente la música huasa. Los españoles habían traído sus vihuelas, que en ciudades y haciendas – junto a arpas y acordeones – dieron vida a zamacuecas, refalosas y canciones que llegaron al pueblo. Esta fue la herencia musical del Chile central, desde Aconcagua al sur. Pero en nuestro país hubo antes otros habitantes que dejaron su huella palpable no solamente en nuestros genes, sino que en cantos y bailes, lo que es fácil de observar aún hoy en las festividades de Andacollo y La Tirana, por ejemplo.
En otras facetas culturales también predominaba la esencia agreste del campo chileno. Crecimos leyendo a Mariano Latorre, Luis Durand o deleitándonos con la enorme fuerza de Marta Brunet, que nos transportaba Montaña adentro. Pero no nos parecía raro que autores como Baldomero Lillo, nos sacaban del campo hacia el fondo de las minas de carbón, Francisco Coloane, nos adentraba en canales y fiordos, o Víctor Domingo Silva, nos mostraba cómo se vive y se muere en la región del salitre. Pero en la música aceptábamos como chileno sólo lo del centro del país, salvo contadas excepciones: Margot Loyola había popularizado temas pascuenses, que enseñó incluso a Violeta, que grabó luego Meriana. Del norte de Chile prácticamente sólo conocíamos el Cachimbo y el Trote Tarapaqueño.
Al invadir Chile antes que los españoles, los incas dejaron como herencia la música altiplánica, que debería haber permanecido en un nivel similar a lo hispánico. Pero no fue así, ya que relegada y ocultada no pudo manifestarse – al igual que las creaciones mapuche – pero igual se mantuvo viva en los pueblos del Norte, esperando por siglos su redescubrimiento.
En Europa se observa entre los músicos callejeros de cualquier ciudad que los que interpretan música andina son los que cosechan más aplausos. Charangos, quenas y zampoñas tienen aún hoy en día ese mágico encanto que deslumbrara a vírgenes del sol, soberanos y guerreros que adoraban a su dios Inti. Desde dentro del folklore presencié la aparición del Neofolklore y luego el proceso de la Nueva Canción Chilena (NC), fenómenos culturales sin parangón en nuestra historia, y vi como la NC catapultó nuestra música hasta alturas insospechadas, con resultados creativos que aún seguimos cosechando. En ese proceso tuvo importante influencia la música de zonas desatendidas antes de los 60.
Durante las décadas anteriores a la del 60 venía madurando en Chile un proceso de descontento social, fruto de fuertes abusos de las clases dominantes. Habiendo ya recopilado cientos de canciones y conociendo la realidad social de la zona central, Violeta Parra escribió a comienzos de los 60 Arauco tiene una pena, compartiendo el dolor mapuche. Luego viajó al Norte y desde allá regresó muy dolida, denunciando a través de Arriba quemando el sol, el dolor de los mineros. Pero además incorporó el charango y la quena, apareciendo en su repertorio Mañana me voy pa´l norte, Del Norte vengo Maruca y Camanchaca, estableciendo los pilares básicos de la Nueva Canción Chilena: el compromiso social y la incorporación de zonas antes ignoradas – especialmente nortina – al repertorio de la música chilena.
Importantes semillas para la estructuración del fenómeno cultural de la NC encontramos también en un conjunto netamente tradicional, el Cuncumen, quien grabó la cueca nortina Caliche a comienzos de los 60 y aportó dos figuras estelares, Rolando Alarcón y Víctor Jara. Uno – profesor primario egresado de la Escuela Normal de Chillán – aportó, entre otras, con El negro cachimbo, Mocito que vas remando y Mi abuela bailó sirilla, ampliando el horizonte musical hacia el norte y sur, pero además, con charango y quena dio inicio con Si somos americanos, a una apertura del folklore chileno hacia espacios latinoamericanos, rumbo que seguirán más adelante otros cultores criollos. Víctor, nacido en campos de Ñuble – Quiriquina – aportó no solamente con su compromiso social y un sinnúmero de canciones de vanguardia, sino que con temas andinos, Charagua, Ojitos verdes, la cocinerita, Jai jai (“anoche tuita la noche casi me mato de risa, soñando que me ponía calzón, enagua y camisa…”), aparte de las tradicionales composiciones campesinas Se me ha escapado un suspiro, Doña María le ruego y otras grabadas con Cuncumén.
Además de su compromiso social y calidad interpretativa, parte importante del éxito obtenido por Quilapayún e Inti Illimani fue el haber elegido como línea matriz de muchas composiciones aires altiplánicos. Desde un principio, el Quila deleitó con El canto del Cuculí y A mi palomita; el Inti, con Tatatí, Juanito Laguna, Run run se fue pa´lnorte, es decir, incorporó también temas latinoamericanos y de otros autores chilenos participantes del fenómeno de la NC. Estos mismos ejes interpretativos, con zampoñas e instrumentos andinos, constituyen la esencia de Illapu y conjuntos posteriores. Todo esto ocurre ya en la segunda mitad de la década de los 60, en el cenit de la NC.
A estas alturas, ya la música del Norte había ganado todos los escenarios. Viña del Mar otorgó en 1965 el triunfo en su Festival a Mano nortina de Kiko Alvarez; en 1966 a La burrerita, en la voz de Pedro Messone y Los Paulos; en 1968 a Camanchaca y polvareda, interpretada por Los Ponchos Negros.
Observada esta atracción masiva del público hacia la NC, varios cultores del rubro tradicional ampliaron su abanico a composiciones lejanas a su ámbito original: Raúl de Ramón, genuino representante de la música huasa colchagüina aportó con Viento del Tamarugal, Rosa colorada, La mula rosilla, dedicados al Norte; Zorro chilote, La Pincoya y el Curanto, a Chiloé… Héctor Pavez, prototipo interpretativo de lo chilote y más al sur (Corazón de escarcha), aparece luego cantando Ulluny y Suray Suray, por ejemplo.
Gracias al significativo desarrollo de nuestra música en el período de la NC nuestro país adquirió una imagen internacional sin precedentes. Ya en el exilio, la música chilena fue carta de presentación del más alto nivel, que resaltó el nombre de nuestro país en todos los confines del globo. No fue la primera vez. Ya antes Los 4 Huasos y Los De Ramón habían triunfado en EEUU, Los 4 Hermanos Silva en Méjico, Los Huasos Quincheros en la URSS, Cuncumén en Europa. Si sumamos el legado imperecedero de Claudio Arrau y Ramón Vinay en sus respectivos rubros claramente se concluye que Chile ha tenido figuras internacionales relevantes en el campo musical. Pero nunca antes hubo un período en que los escenarios mundiales aplaudieran en forma sostenida durante tan largos años a músicos chilenos que dejaron el nombre de Chile muy en alto. Esos artistas regresaron y su quehacer es el nuestro. Nadie cree ya que solamente la música huasa es música folklórica. Hemos internalizado que toda la aquí nombrada es nuestra música, mi música chilena… la que he querido tanto durante toda mi vida. No importa si es del Norte o del Sur, es de Chile. A nadie extraña ahora escuchar a Los Huasos de Algarrobal cantándole a su pastorcita Basilia Chamaca Challama y sus llamas. ¿Canción andina interpretada por huasos?. Claro. Ambos son nuestros, huasos y pastores nortinos. Ojalá nuestra sociedad comprendiera que Chile por ser país tan pequeño debiera ser más unido y no manifestar tanta diferencia política absurda que nos divide sin necesidad alguna. Ojalá que así como logramos hibridar la música de todo el país logremos unirnos socialmente alguna vez, respetándonos unos a otros como hermanos chilenos. Que bueno sería.
Hugo Caro Núñez