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“Mi desencuentro con el exsacerdote Karadima y su círculo de colaboradores comenzó mucho antes de 2010”

Hace poco más de una semana se anunció oficialmente el nombramiento de monseñor Andrés Gabriel Ferrada Moreira como nuevo obispo de la Diócesis de Chillán, convirtiéndose en el primer nombramiento episcopal del Papa León XIV en el país.

El sacerdote chileno, nacido en Santiago en 1969, ha desarrollado una destacada trayectoria académica y pastoral en Chile y en el Vaticano, donde se desempeñó como secretario del Dicasterio para el Clero y miembro de los Dicasterios para la Evangelización y los Obispos.

En conversación con La Discusión, monseñor Ferrada expresó su gratitud al Santo Padre “por confiarme la misión de padre y pastor del Santo Pueblo de Dios que peregrina en las tierras de Ñuble”.

Aseguró que su labor estará centrada en “caminar junto a las comunidades para dar frutos de santidad, justicia social y solidaridad”. Adelantó que su primer paso será “escuchar y observar para sintonizar con la realidad local y aprender de las personas y comunidades que conforman esta diócesis centenaria”.

Ferrada también abordó el tema de los abusos cometidos al interior de la Iglesia, donde Ñuble vivió un capítulo que terminó con la salida del obispo Carlos Pellegrin, calificándolos como “una experiencia devastadora que marca la vida de las personas, especialmente de los menores y los más vulnerables”.

Subrayó que la reparación integral de los sobrevivientes debe incluir “el reconocimiento comunitario de su inocencia y de su dolor”, e insistió en la necesidad de promover una cultura del cuidado y la prevención activa dentro de las comunidades eclesiales.

– Este es el primer nombramiento episcopal del Papa León XIV en Chile. ¿Qué significado tiene para usted recibir esta misión en este contexto histórico para la Iglesia?

– Ante todo, agradezco al Papa León XIV porque me ha confiado la misión de padre y pastor del Santo Pueblo de Dios que peregrina en las tierras de Ñuble. Así me ha dado la hermosa posibilidad de incorporarme a la rica y centenaria experiencia de fe, esperanza y caridad de la comunidad cristiana que anuncia, celebra y testimonia el Evangelio al servicio de la sociedad y, en especial, de los pobres y marginados. Este gran don implica para mí el deseo de aportar a la comunidad los dones que el Señor me ha regalado, caminando junto a mis hermanas y a mis hermanos en Cristo, para que esa experiencia pueda seguir dando frutos de santidad, paz, reconciliación, justicia social y solidaridad.

– Ha desarrollado buena parte de su labor en Roma y en la Congregación para el Clero. ¿Cómo proyecta esa experiencia en el trabajo pastoral que inicia en la Diócesis de Chillán?

-Soy sacerdote desde hace 26 años: 22 como presbítero y cuatro como obispo. El primer año fui vicario parroquial en una comunidad en la comuna de Cerro Navia, en Santiago. Luego, me enviaron a estudiar a Roma y, en ese contexto, fui vicario durante nueve meses en una parroquia en Munich, mientras aprendía algo de alemán.

De regreso al país, me destinaron a la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Chile durante 12 años. En esa época también colaboré durante 10 años como formador del Seminario de Santiago. Desde febrero de 2018, es decir, desde hace siete años y ocho meses he prestado mi ministerio sacerdotal en el Dicasterio para el Clero. Como lo he intentado en cada uno de estos servicios eclesiales, espero que mi labor en Chillán sea colaborar con el Señor en la edificación del Reino de Dios, esta vez, como padre y pastor de su pueblo.

Quisiera que mi misión en Ñuble pudiese describirse como San Pablo describe la suya: ‘colaboramos para la alegría de ustedes’, o como san Juan Pablo II explica tan elocuentemente: ‘el sacerdote es un hombre para los demás’, o sea, para la plenitud de vida de las personas y de las comunidades que ha de acompañar como pastor.

-Chillán y la Región de Ñuble tienen una fuerte identidad rural y comunitaria. ¿Cómo espera conectar con las realidades locales y los desafíos sociales que viven los creyentes en el territorio?

-En un primer momento, observando y escuchando, para sintonizar de corazón y siempre más profundamente con las personas y las comunidades, y también para hacerme parte de la realidad social y cultural de la zona.

Creo que será un gran desafío y tengo mucho que aprender. Me parece muy importante también que pueda incorporarme a todo cuanto la diócesis realiza, en colaboración con las autoridades y con movimientos populares, organizaciones sociales y organismos no gubernamentales, en el desarrollo de la región. Asimismo, considero muy relevante que me pueda hacer parte de la fecunda historia de la diócesis que continúa hoy en los diversos ámbitos de la promoción humana y de la cultura cristiana como, por ejemplo, en el campo educacional; la promoción de los campesinos; la acción fraterna; la especial atención a las personas mayores.

– En 2018 el entonces obispo de Chillán, Carlos Pellegrín, presentó su renuncia por los casos de encubrimiento de sacerdotes que habían cometido abuso sexual en la diócesis, durante los 90, 80 y 2000. Con la perspectiva que da el tiempo ¿cree que actuó bien la Iglesia chilena en esos años? ¿De qué forma la institución puede dar garantías de que estos casos no se vuelvan a repetir?

– Fueron años verdaderamente difíciles y quisiera ser muy claro respecto de esto. Mi desencuentro con el exsacerdote Karadima y su círculo de colaboradores comenzó mucho antes de 2010. El alejamiento definitivo se produjo hacia 2004, cuando yo estaba terminando mis estudios en Roma.

El punto central de mi profundo desencuentro con ellos fue que trataron de forzar mi conciencia y yo siempre me resistí. Con el favor de Dios, pude permanecer fiel a mi propia conciencia y a la búsqueda de la verdad, aunque pagué un precio muy alto por eso. Le agradezco al Señor que me sostuvo y me dio mucha luz, y también a tantas personas que me ayudaron a seguir adelante. Ciertamente, sufrir abusos de cualquier tipo es una experiencia devastadora que marca la vida. Pienso especialmente en menores de edad y personas vulnerables que son sobrevivientes de abuso sexual. Ellos requieren acompañamiento integral y reconocimiento comunitario de su inocencia.

Este es un elemento esencial de la reparación de su dignidad e integridad personal. No siempre es fácil identificar las situaciones de abuso que nos han rodeado o que nos pudieran eventualmente rodear, ni tampoco aquellos casos en que podríamos estar involucrados como terceros, ya sea como autoridad o como testigos. Por eso, es un deber involucrarnos activamente en la reparación integral de los sobrevivientes, prestándoles nuestro apoyo en todo cuanto esté en nuestras manos hacer, especialmente para el reconocimiento de su dolor y de su inocencia. A nivel comunitario, esta convicción nos impulsa a colaborar en la promoción de una cultura del cuidado y del respeto de todas las personas, especialmente de los menores y de los adultos vulnerables. Por eso, la prevención de los abusos es una urgencia que no podemos descuidar, tanto personal como comunitariamente.

Por otra parte, el uso de todos los medios jurídicos a disposición de las personas y de las comunidades es parte primordial de dicha reparación, asegurando la presunción de inocencia y el derecho de defensa de los acusados, como asimismo observando el debido proceso y respetando las decisiones que las legítimas autoridades determinen.

– Usted creció en Linares, muy cerca de Chillán. ¿Cómo recuerda su infancia en el sur de Chile y qué huellas de ese entorno rural y humano conserva hasta hoy?

– Soy el sexto de los siete hijos de Fernando y Carmen. Mi papá falleció hace 35 años. Era ingeniero agrícola y, por eso, vivimos siempre en el campo. Nací en Santiago, cuando mi papá trabajaba en Pirque. Cuando tenía casi un año nos fuimos a Linares, camino a Yerbas Buenas, pues mi papá encontró trabajo en la Iansa.

Después, tenía cuatro años y medio cuando nos mudamos a Quillota, porque una hermana, algo mayor que yo, tenía asma y nos recomendaron buscar un clima mejor. A mi papá le dieron trabajo en Quillota. Viví allí hasta los 18 años, cuando me fui a Santiago a estudiar derecho en la Universidad Católica.

Así, la experiencia rural es connatural para mí y, aunque siempre me atrajo la ciudad, creo que yo no me comprendería a mí mismo sin los valores que caracterizan a tantas personas de campo, comenzando por mi papá: la fe sencilla y la devoción a la Virgen y a los santos; la cercanía y la ayuda entre familiares y vecinos; el trabajo regular y constante; y el ñeque, esa perseverancia tan propia del esfuerzo campesino.

– ¿Cuándo tomará posesión efectiva de la Diócesis de Chillán?

– Dios mediante, el sábado 20 de diciembre a las 11.00 horas. Todos están muy invitados a acompañarme y, desde ya, les pido que me apoyen con su oración.

– Su trayectoria lo llevó a Roma, donde ha desarrollado buena parte de su servicio eclesial. ¿Qué significó para usted esa experiencia internacional?

– Ha sido un don muy grande: conocer y trabajar con hermanos y hermanas de todo el mundo, tanto laicos como personas consagradas y ministros ordenados, abordando los desafíos que se enfrentan en las distintas latitudes y con una complementariedad de visiones y perspectivas. Al mismo tiempo, ha sido muy impresionante constatar que en esta diversidad se buscan objetivos comunes que concretan la comunión y la unidad de la Iglesia. De verdad, ha sido un gran privilegio para mí haber servido a toda la Iglesia y al mundo como colaborador de la misión pastoral del Santo Padre, tanto en el Dicasterio para el Clero como en otros entes de la Curia Romana.

En este servicio eclesial he podido colaborar con muchas personas sabias y prudentes, de gran calidad humana y amor a la Iglesia, cuyo testimonio ha sido un estímulo en mi vida y ministerio. Ellos me han enriquecido con sus observaciones, correcciones, consejos y experiencia. Algunos también con su amistad. Agradezco especialmente el regalo inmerecido de haber podido colaborar de cerca con el Papa Francisco, quien me distinguió con su confianza y apoyo.

En mi relación con él experimenté una profunda paternidad espiritual. También fue un don especial haber colaborado con el Papa León XIV, desde que llegó a Roma hace dos años y medio como Prefecto del Dicasterio para los Obispos, y en estos últimos meses como Sucesor de Pedro. Como tuve ocasión de reiterárselo personalmente estos días, quisiera manifestar que el Santo Padre León cuenta con mi oración, afecto y obediencia.

– Esta diócesis acaba de celebrar su centenario. ¿Qué significado personal y pastoral tiene para usted asumir su guía en un momento tan simbólico?

– Me identifico con el apóstol san Pablo, quien describía su vida y su ministerio como una carrera detrás de Cristo para darle alcance, pues él era la meta final de su existencia y de sus esfuerzos apostólicos. Por tanto, para mí el centenario de la Iglesia de Chillán es un llamado al comienzo de una nueva etapa en mi vida cristiana y sacerdotal, una hermosa oportunidad para ser cristiano y pastor según el Corazón de Dios, tierno, misericordioso y cercano, como lo expresaba habitualmente el Papa Francisco.

Lo tomo como un llamado a dejar la piel y el corazón en mi misión en Ñuble, como san Bartolomé literalmente lo hizo en la lejana Armenia. Pastoralmente, el Centenario de la diócesis es un llamado a contemplar la obra de evangelización que el Espíritu Santo ha realizado y continúa realizando en Ñuble, a través de la hermosa colaboración de tantos fieles laicos, padres de familia, catequistas y otros agentes de la pastoral, personas consagradas, diáconos permanentes, presbíteros y obispos.

Creo que para todos, el centenario diocesano es una ocasión para volver propiciar un nuevo impulso misionero en las familias, las comunidades educativas, en las parroquias y en las capillas, en los centros y otras iniciativas de promoción humana y social, sobre todo en aquellos dedicados a los migrantes, a los privados de libertad y a los esclavizados por las adicciones, y en todos los ambientes donde cada hermana y hermano cristiano, personal o comunitariamente, vive y/o desenvuelve su labor cotidiana.

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