Señor Director:
Desde la reapertura democrática, como una manera de estimular el rendimiento escolar, se estableció una ceremonia de sello republicano: Los mejores puntajes en las pruebas para ingresar a la universidad, iban a La Moneda a
desayunar con el Presidente de la República, su esposa y el ministro de educación. Un hito inolvidable para los jóvenes
más estudiosos y orgullo de sus familiares. Esta tradición acaba de romperse.
Una alta funcionaria del Ministerio de Educación ha explicado a los medios las razones para cambiar el sentido de
este desayuno. Dice que distinguir a los más altos puntajes contribuye a perpetuar el individualismo y la desigualdad. Esta vez los invitados al desayuno no fueron los mejores sino aquellos que estudiaron con mayores dificultades:
procedencia indigenista, desde luego no podía faltar; minusválidos, hijos de madres solteras, y otras situaciones de
precariedad. La funcionaria dijo que estas circunstancias debían relevarse por sobre las calificaciones.
Perla de razonamiento de una concepción colectivista que rechaza el mérito personal como palanca de ascenso
social. Por este camino, se proponen acabar con las calificaciones, las notas, la distinción de los mejores alumnos, de
“democratizar el aula”. Está a la vista que el colectivismo quiere matar al mérito para imponer la mediocridad. Esta
“doctrina pedagógica” se aplicó en la URSS, todo lo contrario a lo que ocurre en Estados Unidos y otros países adelantados
donde se abre tempranamente reconocimiento y estímulo a los mejores. Los casos de Alemania y Japón son notables.
Los resultados están a la vista. Mientras unos avanzan a la velocidad del rayo, otros lo hacen en carreta. El colectivismo
odia a los mejores porque son los más difíciles de domar: cultivan el pensamiento crítico y son más inteligentes.
Alejandro Witker
Historiador