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Una compleja situación económica es la que vive gran parte de los adultos mayores en Chile. Son el 16,7% de los morosos del país, más de 700 mil personas. Sus incumplimientos financieros promedio alcanzan $1,8 millones y la cifra triplica a sus ingresos promedios mensuales, que no superan los $650 mil.
Igualmente, los que registraron incluso un mayor incremento fueron los que tienen 70 años o más, ya que pasaron de ser 222.491 deudores morosos al término de 2020, a 253.123 a fines del año pasado, lo que significa un aumento de 13,8%. Esto se traduce en que, en tres años, hay 30.632 deudores morosos adicionales de ese segmento.
Esto significa que no solo hay más morosos en segmentos etarios mayores a diferencia de los grupos de menor edad, sino que también estas personas que tienen sobre 60 años aumentaron el monto por el que están endeudados. En síntesis, la tercera edad se lleva una vez más la peor parte.
Entre las principales causas que generan endeudamiento en este segmento, destacan los reducidos ingresos que perciben producto de las bajas pensiones, así como también la falta de educación en materia financiera, lo que termina generando un círculo vicioso que se acentúa por el acceso que tienen a créditos vía cajas de compensación, casas comerciales y farmacias.
Igual de preocupante es la discriminación que sufren en la banca, donde lo más común es la no renovación de productos crediticios a raíz de los supuestos riesgos derivados de la edad, pese a que el gran desafío de la banca está justamente en este sector de la población, que muestra un crecimiento superior en comparación con otros rangos etarios y necesita productos que se debiesen adaptar a su realidad.
Lamentablemente, los adultos mayores pertenecen a un segmento de la población que no ha sido prioritario y no solo para la banca, sino que para las políticas públicas e incluso para sus propias comunidades.
Pero la discriminación económica y social a la que se ven sometidos probablemente provenga de algo mucho más profundo, como es el despojo de su valor simbólico. Las sociedades contemporáneas han entronizado a la producción como valor primario de la vida, y ello genera, como consecuencia, un disvalor profundo para quienes se encuentran al margen de ella.
Los adultos mayores ya no son respetados ni apreciados por su autoridad ni por su sabiduría, como ocurrió en otras organizaciones humanas que nos precedieron, y su presencia es percibida como una carga económica para quienes permanecen activos.
Pero lo más grave no es solo que reciban pensiones miserables o que no existan productos financieros y servicios -como pudiese ser una banca especializada en tercera edad- sino que no se valore su derecho a dar. Porque a quien no se le permite dar se lo condena a una exclusión simbólica que es mucho más profunda y que acaso sea la matriz de la exclusión social que hoy sufren nuestros viejos y que es urgente desterrar.