Madre, madre mía
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Señor Director:
Pelluco advirtió de niño que cuando la suerte anda en contra la desgracia anda a favor, así pensaba mientras acomodaba su cuerpo a la pallasa tirada en algún rincón del rancho ajeno y miserable mientras sus ojos azules, heredados de otro padre, miraban los hollinados maderos del techo. También descubrió cómo ganar aquellos pesos que se multiplicarían con los años. A poco andar, aprovechando el tiempo en que las mujeres amaban, se amarró para siempre con la Challo y junto vivieron el amor sobre aquellas mismas hojas que acunaban cómplices el ritmo de sus pasiones juveniles.
Pelluco, trabajador, honrado y creyente en Dios, junto a la Challo, su fiel y hacendosa compañera, pudieron, a pesar de esto, construir algo más que lo soñado.
Pedro, con el azul prestado de sus ojos y Rosario, con su arreglada cabellera rubia miran abrazados caer la tarde desde el amplio corredor de su propia casona patronal y disfrutan la belleza de sus tierras que fértiles en suave planicie van a conversar con el mar.
Don Pedro deambula por las amplias dependencias; la señora Rosario, por esas enfermedades de mujeres, murió para siempre y aunque él la busca y la rebusca y la ve a todas horas y en todas partes, no la encuentra ni la encontrará jamás.
Don Pedro Pelluco, ha hecho con ásperas hojas amarillas un nuevo colchón que tira en el más oscuro rincón de su casa sin rincones; allí tendido de espaldas la vieja sirviente le ha escuchado multiplicar fanegas de trigo, vaquillas de engorda, pipas de vino o musitar palabras de amor a la patrona Rosario, y a veces en posición fetal llorar mil veces el nombre de su santa madre; “enrolladito, oiga, como si quisiera volver al vientre de la finadita Petronila”.
Miguel Gaete de la Fuente