Luego de 35 años chillanejo arrebatado al nacer se reencontró con su familia
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Por más de tres décadas, la familia Figueroa Vera vivió con el peso de un misterio sin resolver. Una dolorosa historia marcó su pasado tras la desaparición del menor de sus integrantes, quien fue arrebatado cuando tenía no más de cinco meses de vida. Su madre María, sumida en la tristeza, murió con la incertidumbre de su paradero y esperando el reencuentro con su hijo a quien llamó Gustavo. Sin embargo, él y el resto de los hijos no claudicaron en esa misión y lograron cerrar esa herida que por 35 años su mamá llevó sin cicatrizar.
Gustavo en rigor nació en Chillán como Gustavo Figueroa Vera, solo que ahora su nombre es Benjamín Fruchter y está radicado en EE.UU. Desde allá, él no estaba ajeno a sus raíces chilenas. Inició en paralelo su propia búsqueda y con sus antecedentes de adopción se abrió camino con la organización Connecting Root, que le permitió conocer a sus seres queridos biológicos y oriundos de Chillán.
Fue a través de una videollamada, en septiembre último, cuando se conocieron por primera vez. El momento fue registrado por LA DISCUSIÓN en su edición del 24 de septiembre, al dar cuenta de la emocionante videollamda entre Ben y su familia chillaneja, en el hogar del padre, en la población Wicker.
Sus hermanos, Margarita y Vladimir, reconstruyeron la historia y las circunstancias en que al menor de la familia se le pierde el rastro en 1987, en los últimos años de la dictadura militar.
“Mi hermano mayor lo llevó al hospital, porque le había dado fiebre en la noche. Mi mamá tenía un problema a las caderas y no podía caminar bien al igual que mi padre. Después ella llegó y lo trasladaron a Coanil, porque estaba un poco desnutrido, se supone que para ayudarlo, y ella lo alcanzó a ver dos veces y después se lo negaron. Dijeron que se lo llevaron a Concepción, que luego lo iban a devolver a Chillán, pero nunca fue así. Después ella no supo nada de él, no sabía dónde buscar. Ella no hizo nada (denuncia) por miedo”, recordó Margarita, quien tenía siete años cuando Gustavo fue separado y es la tercera del grupo familiar.
Tras la desaparición, su madre buscó respuestas de su paradero, sin embargo, sus preguntas rebotaban en muros de silencio, el mismo que ella mantuvo tras atravesar por una depresión irreversible hasta sus últimos días.
Oscura operación
Desde la familia biológica están convencidos de que se orquestó una operación destinada a quitar a Gustavo del seno familiar, aprovechándose del analfabetismo y de las condiciones económicas de su mamá, y del temor que existía en esa época a denunciar ante las instituciones, sobre todo en aquellas mandatadas a velar por la población infantil.
“A mi hermano lo quitaron o se lo robaron como decimos nosotros, porque mi mamá era analfabeta, no sabía nada, no tenía estudios. Ella siempre andaba con nosotros pa’ arriba y pa’ abajo por la discapacidad de mi papá. Ella siempre decía que a mi chiquillo me lo robaron. Tenía mucha pena de no poder haber luchado, de no haber confiado en alguien o contarle a algún vecino que la hubiese ayudado a rescatar a su hijo. Pensamos que ella siempre tenía miedo de haber hecho algo, porque no tenía apoyo o a quién recurrir sin que le fuera a pasar algo”, denunció.
“Robados por la dictadura”
El caso de Ben y otros chilenos adoptados en EEUU durante la dictadura, ha sido ampliamente difunda por medios norteamericanos, donde se habla derechamente de bebés robados a familias vulnerables en Chile, que fueron trasladadas a EE.UU. En ese país, sin embargo, las familias que los adoptaron cumplieron con todo el papeleo exigido, por lo que nunca supieron la forma en que habían salido de Chile.
“Lo que funcionaba en EE.UU. eran agencias de adopción completamente legal. Los papás que querían acceder a esas adopciones lo que hacían era completar todos los pasos de una adopción normal: eran evaluados por asistentes sociales y por un informe de la iglesia para ver si podían o no adoptar”, explicó ayer Juan Luis Insunza, representante en Chile de la ONG Connecting Roots, organización que se dedica a realizar trabajos de reconexión familiar, apoyo psicológico y reparación de las víctimas secuestradas y vendidas ilegalmente en Estados Unidos.
“Finalmente todos podían (adoptar) porque lo que estaban haciendo era a través de los costos operacionales del proceso. Lo que hacían (los responsables del delito) era cobrar y vender esos niños, (ya que) estas familias no sabían que estaban causando este dolor de que estaban comprando un niño, sino que ellos creían que estaban pagando por costos operaciones del proceso de adopción”, agregó.
Según organizaciones y fundaciones, se estima que entre 1973 y 1990 hasta 20.000 niños en Chile fueron dados en adopción sin el consentimiento de sus padres. A veces se obligaba a las mujeres, casi siempre procedentes de entornos extremadamente empobrecidos, a renunciar a sus hijos. A otros les dijeron que sus bebés no habían sobrevivido al parto y se les impidió ver sus cuerpos.
La explicación del robo de bebés para ser adoptados en el extranjero, es compartida por otras organizaciones que buscan contactar desde Chile a sus hijos biológicos.
Es el caso de “Nos Buscamos”, que a través de su página web, ha registrado 4.254 casos a nivel nacional e internacional, de los cuales más de 30 pertenecen a la región de Ñuble, principalmente de Quirihue y Chillán.
Para concretar las adopciones irregulares habrían recurrido a distintos modus operandi, siendo siempre en este caso las víctimas mujeres vulnerables, carentes de educación formal y redes de apoyo, quienes habrían sido manipuladas en base a engaños y mentiras, disfrazando dichos actos como supuestas “obras sociales”.
“Llegaban a los hospitales donde pagando o convenciendo a personas del hospital de esa época, engañaban a la gente diciendo que los niños habían muerto en el parto. La segunda forma que lo hacían, era diciendo que los niños estaban muy enfermos o desnutridos, que si no los mandaban al extranjero se iban a morir, y la tercera, era que simplemente les quitaban los niños”, detalló Constanza del Río, creadora de la ONG que en su base de datos reportan 7 mil casos, de ellos 30% pertenecientes a Ñuble.
Agregó que “todas estas mujeres vendían las guaguas a 10 mil dólares, por lo tanto, era un buen negocio. Esto ocurrió entre los 70, 80 y 90, no tiene que ver la política, sino con la plata, el negocio, robando las guaguas a mujeres que no se podían defender”.
Para “Nos Buscamos” la historia de la religiosa belga Elisa Clementine Mottart Breban, quien trabajaba en el hogar Nuestra Señora de la Paz, en El Carmen, en la década del 80, merece un capítulo aparte, dado que habría estado involucrada en el secuestro de niños principalmente en sectores rurales, escenario propicio para cometer este tipo de acciones, dada la soledad y la ausencia de redes.
Tras enfrentar esas acusaciones por parte de las familias años más tarde, la religiosa belga huyó de Chile para refugiarse en Bélgica, según consignó Constanza.
“Los relatos que tenemos es que esta señora iba por los campos en una camioneta en El Carmen, y cuando veía a los niños caminando solo los tomaba en brazos en contra de la voluntad y se los llevaba, y así desaparecían. Rebeca Alarcón, quien busca a su hermana, relata que cuando vieron venir la camioneta, ellos ya sabían que tenían que arrancar, y salieron corriendo campo adentro y al saltar un portón, su hermana más chiquita no alcanzó y la atrapó la monja en el aire”, detalló.
Para Juan Luis Insunza, “funcionaba una mafia de tráfico de niños. Los primeros casos que se reportan son de mediados de los años 60 y los últimos casos son de mediados de los 90. O sea, el tráfico, las organizaciones que hacían este delito, van mucho más allá de la dictadura. Sin embargo, entre el 73 y el 89, a través de políticas públicas que se implementaron bajo la dictadura, encontraron el caldo de cultivo para poder desarrollar estas operaciones de robo. Se hacía por plata, aquí hay jueces involucrados, trabajadores sociales, abogados, doctores e instituciones”, sostuvo.
En una entrevista con el diario Times Union, el 2 de febrero reciente, Ben Fruchter declaró que “obviamente mi familia era de bajos ingresos y creo que por eso fueron atacados”,
Emocionante reencuentro
Para Margarita, hermana de Ben, el citado reencuentro virtual con su hermano, que se extendió por dos horas, marcó el inicio de una relación que esperan reconstruir en el tiempo. “Una felicidad grande, porque verlo era como mirar a mis hermanos más chicos y estaban todos emocionados, felices. Se nos cayeron las lágrimas y se notaba que él estaba tranquilo de vernos y saber que éramos su familia. Él estudió algunas palabras para saludarnos y está en un curso de español para que cuando pueda viajar pueda comunicarse”, comentó.
35 años más tarde, Margarita podrá abrazar a su hermano menor. Ben Fruchter, formó parte del primer grupo de siete chilenos procedentes de EE.UU. contactados por Connecting Roots, que arribó ayer al Aeropuerto Internacional Arturo Merino Benítez, donde los esperaban sus hermanos, protagonizando emocionantes escenas junto al resto de los chilenos que llegaron para reunirse con sus familiares.
Vendrán ahora los abrazos, el cariño y las anécdotas. Pero también la necesidad de investigar las circunstancias en que fueron arrebatados de sus madres al nacer.
Desde Connecting Rootes, que surgió por iniciativa de Tyler Graf, un bombero de Houston luego de descubrir a su familia biológica en Temuco, esperan que así como existe un plan de búsqueda para detenidos desaparecidos durante la dictadura, también exista uno para las víctimas de adopciones irregulares.
“Una de las demandas que se hace es que haya un reconocimiento de que esto fue la verdad y que el Estado se comprometa a buscar también a estas 20 mil guaguas que salieron fuera y que hoy día son hombres y mujeres de 40 años, así como estamos buscando a los 1.200 desaparecidos. Es absolutamente necesario. Nosotros trabajamos con una media docena de voluntarios, y muchas veces nos demoramos en investigar los casos o en acudir a tomar el ADN, porque no tenemos plata para viajar sencillamente, o para mandar por encomienda el ADN”, enfatizó Juan Luis Insunza.
Texto: Susana Núñez-Marcelo Herrera