Desde la recuperación de la democracia los chilenos nos fuimos acostumbrando a convivir con una cultura política basada en los personalismos para elegir a quienes nos representan popularmente. Una cultura donde los cargos a nivel legislativo y municipal se convertieron en una especie de juguete de ambiciones personales por dirigentes atornillados a los asientos del poder.
Lo que ocurre en los distritos legislativos y municipios, donde diputados y senadores, lo mismo que alcaldes, tienen la posibilidad de ser reelegidos indefinidamente, es un ejemplo de esa poco sana cultura política que confía más en la existencia de supuestos líderes carismáticos e insustituibles que en el fortalecimiento y la consolidación de la democracia mediante la calidad de las instituciones y la necesaria alternancia.
El debate sobre esta cuestión cobró actualidad tras el estallido social y alcanzó su climax esta semana con el debate legislativo y la decepcionante votación en la Cámara Alta del proyecto de ley que ponía límite a la reelección con efecto retroactivo, es decir, aplicable a aquellos senadores y diputados que se han perpetuado en el Parlamento.
Lo ocurrido la noche del miércoles fue vergonzoso, pero predecible para quienes han seguido el comportamiento zigzagueante de nuestros políticos. Varios que meses atrás habían pontificado sobre la necesidad de oxigenar el Congreso e impulsar la alternancia, se dieron una vuelta de carnero y votaron en contra, o se abstuvieron, lo que para efectos de este proceso fue lo mismo.
Sencillamente, un portazo a lo que la sociedad esperaba de ellos, en un momento donde precisamente reclama mayor representatividad política y sobre todo, que los parlamentarios dejen de actuar como una casta protegida.
Indefectiblemente, la política lleva el sello de las personas que la practican y quienes durante demasiado tiempo -en algunos casos durante largas y desgastantes décadas- han sido protagonistas excluyentes de las disputas por el poder están adheridos en muchos casos a conductas y hábitos no recomendables y de los cuales difícilmente podrían prescindir. Ello, explica, por ejemplo, los casos de parlamentarios y alcaldes que, merced a la construcción de redes clientelistas, vienen perpetuándose en sus cargos y quieren nuevamente repetirse el plato.
Desde esta columna editorial hemos reclamado por el límite a la reelección de autoridades, a fin de que el escenario público no sea un carrusel en el que siempre están presentes las mismas caras. Lamentablemente, la fiebre reeleccionista es una pandemia que afecta a nuestra democracia hace décadas y ante la cual muchos de los que han reclamado una oportunidad para producir cambios, son los mismos que esta semana se aferraron a sus posiciones y se resisten a abandonar la escena política.